Introducción

Los países de América Latina tienen características demográficas aluvionales: a las etnias indígenas se han ido añadiendo otras culturas provenientes de conquista o inmigración, esencialmente europeas pero también asiáticas, y en cierto grado africanas y polinesias. Su composición varía enormemente de país en país pero también dentro de cada uno de ellos. En el caso de la Argentina, las diferencias son muy marcadas según la región; baste pensar en las colonias galesas y las comunidades mapuches del Sur, la fuerte influencia guaraní y los colonos centroeuropeos en Misiones o la población española combinada con aymaras y quechuas en el Noroeste. Como ocurre en tantas otras zonas del mundo, el mestizaje se realiza con naturalidad a través de las generaciones, ya sea legítima o ilegítimamente de acuerdo a la ley. Por otra parte, estos procesos de integración –que deben tener su correlato en leyes sociales iluminadas- van formando nuevos tipos étnicos ya que cada etnia aporta no sólo sus características genéticas sino también su cultura. Incluso aquellas familias –no tan numerosas- que no han tenido mezcla alguna en siglos recientes probablemente descubran que en su país europeo de origen (digo “europeo” para simplificar, ya que podría ser , por ejemplo, asiático) hubo también un proceso de integración entre orígenes diversos. Es más, si bien las integraciones anteriores no fueron globales en el sentido actual (la velocidad de comunicación ligada a la informática, el avión) no hay duda de que casos como el Imperio Romano o antes el de Alejandro implicaron la asimilación compulsiva de etnias muy diferentes. Y que la formación de las naciones europeas modernas está al final de un largo proceso de transformación e integración de pueblos bárbaros invasores con las etnias locales. Un factor fundamental fue la evolución de las lenguas de la cual nos han quedado los testimonios literarios. Y no olvidemos que la organización política ha sido muy atrasada en ciertos países: hasta el siglo XIX no hubo unidad alemana ni italiana. Si ello ocurrió en naciones de tan larga historia más bien deberíamos sorprendernos de ser independientes ya desde 1816. La iniciativa del Mozarteum de Jujuy de festejar sus 25 años con un libro que trate diversos aspectos de la música clásica en Argentina es ciertamente atractiva ; se me ha convocado para realizar el artículo de presentación sobre la influencia de la música europea en nuestro país y a mi vez, propuse en consenso con los coordinadores del Mozarteum Jujuy una serie de temas a mis distinguidos colegas, que aportaron sus ideas, dando así en forma combinada un panorama sobre ciertos aspectos importantes de nuestra música, naturalmente sin pretensión de ser exhaustivos. Quiero recalcar que el enfoque del Mozarteum Jujuy no es regional sino nacional, lo cual implica que la Ciudad de Buenos Aires tiene mayor peso relativo en esta reseña, pero como es justicia trataré de dar un sentido inclusivo a estas referencias.
El punto de arranque nos lo da nuestra historia. Antes de la independencia formamos parte del Virreinato del Río de la Plata (creado en 1776) pero también, más atrás en el tiempo, del Virreinato del Alto Perú. No está de más recordar que el del Río de la Plata incluía parte de la Argentina (catorce provincias, sin el Sur) pero también amplios territorios que no forman parte actualmente de nuestro país: las intendencias de La Paz, Cochabamba, Charcas y Paraguay, y las provincias de Moxos, Chiquitos, Montevideo y Misiones (parte de esta última sería argentina). Y que el Sur sólo se gana como consecuencia de la Conquista del Desierto en la Presidencia de Julio A. Roca.
La formación de nuestra nacionalidad fue muy lenta y tuvo dos rutas esenciales de penetración: el Río de la Plata y el Río Paraná por un lado y los caminos del Inca y otras entradas naturales del Noroeste. La primera ruta fue iniciada por Juan Díaz de Solís en 1516. Luego Magallanes pasó por la zona del Río de La Plata en 1520 pero siguió viaje al Sur, siendo el primero en tocar puntos de la Patagonia antes de descubrir el estrecho que lleva su nombre y luego cruzar el Pacífico y encontrar la muerte en un enfrentamiento con indígenas en Mactan. Eventualmente Sebastián Elcano logró volver a España y Carlos V preparó una nueva expedición liderada por Sebastián Caboto (1526); éste recibe en Brasil relatos deslumbrantes de los indios de un Rey Blanco y de la Sierra del Plata y en 1527 penetra en el Río ya entonces llamado de la Plata por los portugueses, rivales de los españoles. Caboto funda el fuerte Sancti Spiritu , que duró poco. En 1535 se lanza la armada de Pedro de Mendoza, que al año siguiente funda Nuestra Señora del Buen Aire. Con él vinieron varios músicos: Diego de Acosta fue Maestro de Ministriles, Antonio Rodrigues era flautista y cantante. Juan de Salazar de Espinosa funda Asunción en 1537. Continuarían en las siguientes décadas las fundaciones de las capitales de todo nuestro Centro y Norte y el impulso civilizador se iría expandiendo, pese a las dificultades de las grandes distancias o a las hostilidades de las etnias aborígenes. Los militares trajeron su música y usaron , nos dice Vicente Gesualdo, “pífanos, trompetas lisas, atabales y tambores o cajas de guerra, de larga caja cilíndrica”. Lange por su parte considera que la calidad de la música militar fue muy baja pese a que abundó.
Desde el Norte ya Balboa tuvo vagas referencias sobre esa Sierra del Plata, pero fue Francisco de Pizarro quien en 1519 navegó bordeando la costa pacífica hacia el sur. Sólo llegó hasta Ecuador en ese primer viaje; en 1531 alcanzó Perú y aprisionó al Inca en Cajamarca. Entró en Cuzco en noviembre de 1533, completando la conquista. Dos años después fundó Lima. El primer Virrey llegó en 1544. Durante el siglo XVII se afianza el Virreinato del Perú, y en el XVIII se sofoca la sublevación de Tupac Amaru y se controlan las incursiones inglesas en las costas. La historia de Bolivia está ligada a las del Perú y del Noroeste argentino. Y en toda esa zona es el asombroso imperio inca (que Louis Baudin llama “socialista”), de tan alto desarrollo, el que imprimirá un sello indeleble y el que será la matriz en la cual se volcará la influencia española. Claro está que , si bien había y hay riquezas minerales en Perú, fue Potosí, en Bolivia, la gran fuente de la riqueza por sus minas de plata, y en última instancia, el motor de la conquista. Pese a la enorme distancia con la metrópoli española, fue esa plata la que mantuvo el poderío de España durante décadas.
Esta muy breve referencia histórica sólo pretende recordar algunos hitos y establecer que fue España la nación que trajo el inicial aporte europeo al acervo indígena de base. Y también reconocer que poco tenía que ver una civilización madura como la incaica con otras etnias que dominaban las costas del Paraná y del Río de la Plata, sin duda mucho más primitivas. Pizarro trajo algo de su propia cultura pero debió admitir la presencia de una cultura indígena de real importancia. Mendoza o Garay poco encontraron que pudiera causarles una limitación a su afán de colonizar más allá del impulso guerrero de esas etnias , mal llamadas “indios” (sólo lo son los de la India).
Carecemos de datos fidedignos, pero puede conjeturarse que estos aventureros audaces fueron raramente ejemplos de la gran cultura europea; lo importante era su ímpetu y su ambición, su mera supervivencia, al menos durante las primeras décadas de la conquista, su implantación de pautas organizacionales y administrativas españolas, de lo que se llamará el Derecho de Indias, de estructuras que pudieran durar y afianzarse, y ya pasado un tiempo, de la evangelización de las etnias locales. Puede suponerse que estos marinos cantaban mientras navegaban ya sea las canciones de su patria o ese repertorio simple y directo de cantos marinos (que un español del siglo XX trasplantado a Cuyo, Eduardo Grau, estilizaría en una bella obra llamada “Cantares de los pajes de nao”). Un vez llegados a tierra, estaba el duro trabajo de cada día , cuando ya la pulsión guerrera se había aquietado. Fue allí probablemente que en torno al fogón y quizá con una vihuela, músicos instintivos desgranaron sus canciones. Y con el correr de los años, algunos indígenas se aculturaron y dieron matices propios a esas canciones, así como, en grado menor, pudo ocurrir que los propios repertorios de los indígenas influyeran en aquellos colonos que ya estaban en la tercera o cuarta generación.
Debe reconocerse también que la impronta inca fue mucho más débil en nuestro Noroeste que en Bolivia y Perú, y que las otras culturas nuestras, si bien dieron mucho de valioso, no alcanzaron un grado comparable de madurez. O sea que, si bien hubo en Argentina etnias muy diversas en lenguas, costumbres y creencias, con algunos aspectos de considerable riqueza cultural (la complejidad del idioma guaraní, por ejemplo) , no se tuvo una gran civilización como sí lo fue la incaica, o en el Norte de América, la maya. Pero hubo culturas precolombinas de indudable interés, de las cuales nos han llegado testimonios concretos en la arquitectura, escultura y alfarería, y en pictogramas y petroglifos. No así de la música, ya que si bien la tuvieron, no la notaron y por ende no nos llegó en sus formas originales; sí en forma oral, con las lógicas distorsiones que son provocadas por el paso del tiempo. Y naturalmente nos llegaron instrumentos indígenas de fuerte personalidad como el erke, la quena o los sikus.
Tenemos de la era previa a la cristiana, por ejemplo, la admirable Cueva de las Manos en el Sur, o los petroglifos del Cerro Colorado en Córdoba; hay opiniones que dan una antigüedad de hasta 8.000 a.C. para ciertos especímenes de arte rupestre, lo cual , ligado a otros testimonios de toda América, tiende a reforzar la teoría del poblamiento americano a través del actual Estrecho de Bering en Alaska, que entonces seguramente aun existía como puente de tierra entre dos continentes (Asia y América). Mucho más cerca nuestro, las primeras culturas agroalfareras aparecieron hacia 250 a.C. Si bien inicialmente se las llamó diaguitas o calchaquíes, a medida que avanzó la investigación en el s. XX se las sistematizó en etapas y tuvieron diversos nombres. En el período temprano (hasta 650 d.C.) tenemos la cultura de la Candelaria (Salta y Tucumán), la Condorhuasi (Catamarca), la Ciénaga (valles calchaquíes, Catamarca, La Rioja, San Juan). . En el período medio (650 a 850) domina la cultura de la Aguada (también llamada draconiana), catamarqueña. Y en el tardío (850 hasta la Conquista) domina el Noroeste con toda una serie de culturas: Angualasto (La Rioja), Belén (Catamarca y La Rioja), santamariana (Catamarca, Tucumán y Salta), diaguita propiamente dicha (en todo el Noroeste) y sunchituyoj (Santiago del Estero). Hubo también alfarería incaica (de Bolivia) y atacamenia (de Chile). Otras zonas tuvieron menos valor , como sucede con la llamada cultura del Arroyo Malo (de raigambre guaraní).
También en piedra tenemos piezas admirables, como los menhires de Tafí del Valle (Tucumán). La región del Tucma (nombre que luego derivó en el actual) fue conquistada por los incas en la época de Viracocha debido a su interés en minerales como el cobre. Tenemos hachas de ese metal, por ejemplo, y en piedra o en otros metales, tales objetos como discos, cabezas de animales, pesas, etc. Y esas mismas culturas antes mencionadas nos han legado objetos de madera y de hueso, y admirables textiles. De modo que hay suficientes elementos como para apreciar los considerables valores de esas culturas.
Pero mi tema es la música, y como ya expresé, no es fácil encontrar testimonios más allá de lo que nos dicen los instrumentos. También en este aspecto el Noroeste es la zona más rica de nuestro país. Interesan aquí las piezas arqueológicas precolombinas. Se han encontrado sonajas de calabaza, flautas de hueso, campanillas cónicas de oro o piramidales de bronce, cascabeles, silbatos zoomorfos de piedra, flautas globulares, longitudinales y pánicas, trompetas de hueso y un ejemplar aislado de tambor. La música cantada solía tener un significado ritual y ser grupal.

LA EPOCA COLONIAL

En la cuenca del Plata existen muy escasas crónicas de los siglos XVI y XVII pero varias del XVIII. Con todo, por ejemplo Ruy Díaz de Guzmán se refiere a bocinas y cornetas entre los guaraníes y payaguaes y cree que son instrumentos usados en un contexto bélico. Barco Centenera menciona en el mismo sentido a flautas, tambores y trompas. A fines del s.XVI el jesuita Bárzana dice con respecto a los indígenas del Chaco: “estas naciones son muy dadas a bailar y cantar; sus muertes las cantan todos los del pueblo cantando juntamente llorando y bebiendo”. Otro jesuita, Dobrizhoffer, nos hace una jugosa descripción de los cantos de los abipones: “Nunca cantan todos juntos, sino de a dos por vez, siempre con amplios cambios de registros. La entonación varía según el tema de la canción, con muchas inflexiones de sonido, con mucho vibrato. Obtendrá aplauso unánime aquel cantante que logre imitar el bramido de un toro. Ningún europeo podría negar que estos cantantes salvajes le inspiran cierta melancolía u horror, tal el grado en que son afectados sus oídos y aun la mente con estos cantos fúnebres. (Sin embargo), atacados por el ardor poético, se las ingenian para expresar indignación, temor, amenazas o alegría mediante palabras apropiadas y modulaciones de la voz” . Leyendo esta descripción, puede negarse que se desprende de ella una elaboración artística indudable?
La trágica expulsión de los jesuitas en 1767 pone fin al más importante y válido intento de interacción entre la civilización occidental y la indígena. Fueron muy pocos los que se preocuparon desde entonces hasta el siglo XX de tema tan importante. De allí en más, se suceden los testimonios. Por ejemplo, Karsten consideró que las tribus chaqueñas utilizaron como instrumentos mágicos al tambor y a la sonaja de calabaza. Se propiciaban las lluvias, se acompañaban nenias fúnebres, se intentaban curaciones con cánticos e instrumentos, se hacían cantos nupciales.
Son muy escasas las referencias que tenemos sobre los comechingones cordobeses y sobre los indígenas de Cuyo, más allá de algún silbato o de una ceremonia de iniciación de niñas en Mendoza.. Fue pobrísima la música en Tierra del Fuego, confinada a dos notas repetidas con total monotonía. En la Patagonia encontramos algo más de variedad, aunque por supuesto dada su tardía incorporación al país tenemos datos sólo desde bien avanzado el s.XIX salvo los de Magallanes y Pigafetta (cantos y bailes de alegría en la zona del golfo de San Julián). Hay así referencias a ceremonias de curación mediante el canto, o lamentos muy expresivos. Escribió Estanislao S. Zeballos en 1880: “llamó mi atención el eco melodioso de una especie de lamentación cantada. Yo estaba impresionado tristemente por el sentimentalismo y la unción misteriosa del cantar araucano. El indio recordaba los hogares abandonados, la mujer cautiva, los hijos esclavos...”. Tenemos también las palabras de cierto Mr. Hunt (1845) que indican cierto grado de elaboración en la música de esas tribus: “ Un hombre comenzaba dando el compás de cada canción en un corto preludio y luego todos se unían en coro...Pocas voces eran disonantes, y la armonía era por lo general 1, 3, 5, 8, ó l, 4, 6, 8, con sus octavas”. Instrumentos: el bastón de ritmo (lo golpeaban en el suelo para ahuyentar los malos espíritus); cascabeles, campanillas; flautas de cania. El Perito Moreno describe la trutruca araucana:”larga caña de colihue, hueca, forrada con tripa, y en la punta un cuerno de toro” (similar al erke del Noroeste).
Esta muy somera descripción pretende dar unas pocas pautas del estado de la música étnica en la Argentina a través de testimonios sobre sus distintas regiones. En muchos casos se observa que mantuvieron puras sus tradiciones centenarias si se trataba de tribus que no se habían mezclado con los blancos; no me refiero aquí a fusiones con lo europeo, que naturalmente se hicieron más frecuentes con el correr de las décadas.
Antes de continuar, recordemos aquí que sólo a partir de 1561 se fundaron ciudades estables si bien pequeñas y precarias: Mendoza en ese año, San Juan en el siguiente, Santiago del Estero un año más tarde, Santa Fe y Córdoba en 1573, la segunda Buenos Aires (1580), Salta (1582), Corrientes (1588), Jujuy (1591) y San Luis (1596). Lima, dice Mario J. Buschiazzo, “decidía y repartía todo; sobrevivían precariamente, con amenazas constantes de ataques indígenas, sequías, plagas. Fuera de vagas descripciones, nada se conserva; el s.XVI no cuenta en la historia del arte argentino”.
A medida que se iba obteniendo una mayor estabilidad y seguridad, empezaron a instalarse capillas e iglesias, generalmente pequeñas ya que la población era aun escasa. No nos han quedado muchas del s. XVII, pero pueden mencionarse Santo Domingo de La Rioja (1623), Purmamarca (1648), Yavi (1690), Uquía (1691) , Cochinoca (1693), Casabindo (probablemente 1699). La catedral de Jujuy tuvo varias versiones; la penúltima, de 1659; la última, entre 1761 y 1765.
En 1589 ocurrió algo importante en Córdoba, punto nodal entre la influencia de Lima y la del Río de la Plata: el establecimiento de los Jesuitas ; en pocos años crearon una serie de edificios valiosos, incluso en 1608 una “iglesia grande y capaz”; entre 1645 y 1654 se realizó la iglesia de la Compañía de Jesús que aun tenemos. Fuera del ámbito jesuítico, la Catedral primigenia , iniciada en 1581, se derrumbó en 1677; la nueva se inició en 1699 y recién se terminó en 1758. Pero los Jesuitas sí desarrollaron el Colegio Máximo (luego Universidad) y adquirieron y explotaron estancias , en las que fundaron entre 1618 y 1678 famosas iglesias: Santa Catalina y Candonga , Jesús María, Alta Gracia y Candelaria. Conociendo el integral espíritu humanista y artístico de los jesuitas, ciertamente dieron impulso a la música sacra. Y ello me lleva a varias digresiones necesarias e ilustrativas.
Fuera de los límites de la actual Argentina pero dentro de los del Virreinato del Perú, hubo una inmensa labor jesuita en la Chiquitania boliviana. Allí asombrados investigadores , varios de ellos argentinos (Gerardo V. Huseby, Carmen García Munoz y Wademar Axel Roldán, entre otros) , descubrieron un extraordinario venero de arte musical barroco , con creaciones de música sacra de singular importancia, incluyendo alguna ópera de ese carácter y por supuesto misas y motetes. Muchos centenares de partituras se han descubierto, y un porcentaje que va creciendo ha sido grabado por varios conjuntos, incluso algunos argentinos. Hay allí no sólo obras de jesuitas procedentes de varios países europeos sino también de no jesuitas y hasta de algunos indígenas que lograron aprender con solvencia la técnica de la composición barroca. Existen además testimonios de la calidad de los conjuntos instrumentales y vocales en esa remota selva boliviana. Seguramente el Festival Barroco más insólito del mundo es el que tiene lugar desde hace dos décadas con frecuencia bienal en Abril. Hay evidencias de contactos entre los jesuitas cordobeses y los de Chiquitania.
Lo cual me lleva a la presencia de un notable compositor italiano en Córdoba: Domenico Zipoli. Nacido en Prato en 1688, era en 1716 organista en Roma de la Iglesia del Gesú, templo mayor de los jesuitas. Ese año publicaba su op.1, “Sonate d’intavolatura per organo e cimbalo”. Por largo tiempo se desconoció su trayectoria posterior, pero en 1930 el Padre Guillermo Furlong, en su obra “Los Jesuitas y la Cultura Rioplatense” (1930) mencionó en el capítulo XIII, sobre los músicos que actuaron en la Provincia del Paraguay, a un “Hermano Domingo Zipoli”. Posteriores aportes de Lauro Ayestarán y Francisco Curt Lange confirmaron que Zipoli se había trasladado desde su importante cargo romano a Córdoba del Tucumán en la Capitanía del Río de la Plata. Sin duda fue su convicción religiosa, encendida por los relatos que le llegaban de la gran obra jesuítica en el Sur de América, la que lo llevó a tomar una decisión semejante. Ingresó en 1717 en el Convictorio (Seminario) del Colegio Mayor de Córdoba pero sin llegar a ser consagrado sacerdote por ausencia del nuevo Obispo. El Padre Peramás menciona que Zipoli escribió música para el Virrey de Lima; Curt Lange dice que en el Inventario de San Pedro y San Pablo (1767) de Misiones figuran “9 motetes del autor Zipoli”; Robert Stevenson encontró una misa suya incompleta en la Catedral de Sucre (misa que se estrenó en Buenos Aires en 1965 por el Coro de la Universidad Católica y en la que quien escribe fue coreuta); y el musicólogo Samuel Claro encontró dos motetes en la Misión de Moxos en Bolivia. Interesa el dato que nos da Lange: “la actividad profesional de Zipoli tiene que haber sido en extremo difícil, dado que la Compañía empleaba cantores e instrumentistas, todos ellos esclavos, que actuaban en su mayoría de oído”. Cree también Lange que escribió “música incidental y vocal para representaciones teatrales, los teatros de títeres, autos sacramentales e incipientes oratorios a ser llevados a la práctica en los Pueblos de Misiones”. Falleció de tuberculosis en 1726. Agrega Lange: “con la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767, la profusa existencia de música europea en las salas de música de los Pueblos de las Misiones fue rápidamente víctima de roedores y de la humedad. También sufrió a consecuencia de apropiaciones indebidas”. Indudablemente mucha obra de Zipoli y de tantos otros se perdió para siempre.
Pese a la escasez de partituras y de testimonios, parece seguro que cierto porcentaje de obras musicales del Barroco europeo se conoció dentro de los límites de la Argentina actual en el tardío siglo XVII y en el XVIII y fue la base del repertorio, además de las obras de europeos trasplantados a nuestro futuro país. En su gran mayoría se trató de partituras sacras. Por cierto, ninguna ciudad argentina tuvo en esa época el nivel de cultura de Lima. Y además nuestras ciudades estaban aun poco desarrolladas, con escasa población e inmigración, incluso Buenos Aires. Y si bien el mayor motor de la cultura fue el movimiento jesuita, hubo música más allá de él en nuestras iglesias, y quizás en la intimidad de las casas de las familias tradicionales se habría cantado y tocado bastante música europea o sobre su molde en esa época.
Uno de los datos más desconcertantes de nuestra historia es la casi total desaparición de negros y mulatos a partir de fines del s.XIX, cuando habían abundado en el s.XVIII y la primera mitad del s.XIX; se da como razón principal su vulnerabilidad ante la epidemia de fiebre amarilla. Nos resulta difícil imaginar con la actual conformación de nuestra sociedad que ya desde fines del s.XVII abundaron los esclavos negros, y que un porcentaje significativo haya podido aprender música barroca europea con la dirección de maestros blancos, generalmente jesuitas, al extremo de que algunos de estos negros y mulatos llegaron a ser llamados maestros ellos mismos. Como sucedió con varias razas indígenas, resultaron tener una musicalidad innata y un gran poder de imitación. Las fuentes recalcan estos factores al tiempo que no les otorga un don creativo. Pero no deja de asombrar ese poder de absorción de música tan ajena a sus etnias de origen.
Debe tenerse en cuenta también la pobreza y debilidad de las ciudades en esa etapa de fines del s.XVI y primera mitad del s. XVII; no hay que olvidar que la riqueza para España provenía de Perú y Bolivia y que los barcos que la llevaban no eran los del Río de la Plata sino los del Callao, el puerto de Lima, que con frecuencia adoptaban no el curso Sur vía Cabo de Hornos sino el Norte hasta Panamá, cruce del istmo por tierra, y luego otra nave desde el Caribe a España. La vida era dura para todos en nuestro territorio.
Algunas figuras merecen destacarse en su esfuerzo por aportar música culta a nuestro país en formación. San Francisco Solano , dice Lange, “entró al Tucumán en noviembre de 1590, empleando la música como el elemento más persuasivo para la conversión de los indígenas”. Y para su pacificación, puede agregarse. Es famosa la imagen de San Francisco tocando su violín. Las reducciones o pueblos de misiones fueron fundados por los jesuitas a partir de 1609 y desde el principio pusieron el acento en las artesanías y la música.
Instrumentos: algunos se importaron de Europa, otros se construyeron aquí aunque bastante precariamente. Tomemos como ejemplo el pueblo de Humahuaca en Jujuy. Ya en 1673 logran adquirir un órgano en Potosí, pero tenía un solo teclado, pocos registros y una pequeña pedalera. Potosí también les proveyó en las siguientes décadas tres chirimías (“shawm”, el antecesor del oboe) en tres tamaños, tres flautas también de tres tipos y un fagote. Desde 1715 se menciona a un maestro de capilla y a cantores indios. Era generalizado el uso de guitarra y arpa en los servicios religiosos.
Tengamos en cuenta también que no existía en esa época el músico profesional (definido como aquel que hizo estudios académicos y que era remunerado por su trabajo). Los músicos blancos eran generalmente sacerdotes de cierta cultura que tenían rudimentos musicales, los negros y mulatos eran esclavos y los indígenas vivían en reducciones manejadas por los blancos; rara vez eran remunerados, e incluso el hecho de que hubiese disponibilidad de músicos de esas etnias hizo que muy pocos blancos estudiaran música, ya que a ellos sí se los hubiera remunerado. El único compositor blanco de prestigio fue el ya mencionado Zipoli. Con frecuencia esos negros e indígenas tocaban de oído ya que eran analfabetos. Y en ciertos casos se les enseñaba desde la infancia para tener niños cantores.
Tengamos también en cuenta la natural tendencia a la danza de los negros y su intervención en fiestas tocando y bailando la música popular de entonces. A veces fueron los mismos sacerdotes los que alentaron estas prácticas para que la alegría de los festejos varios, religiosos y profanos, paliara las dificultades de la vida; pero hay testimonios de casos donde hubo hechos de sangre como consecuencia de una exagerada exaltación.
En las reducciones de guaraníes los padres jesuitas intentaron lograr una comunidad cerrada y civilizada, con tratamiento humano, y procuraron que los naturales no fueran abusados por los colonizadores. Los padres Sepp y Paucke han dejado relatos detallados de ciertos aspectos importantes de la práctica musical. Nos indican la intensidad del cultivo del arte de los sonidos, la fabricación de instrumentos, la práctica coral, un repertorio barroco de orientación alemana . Anton Sepp (1655, Tirol – 1733) hizo gran obra en Yapeyú dentro de una línea de polifonía predominantemente bávara, como la de Melchior Gletle. Cita compras de instrumentos europeos como un clavicordio y una espineta. Escribe con entusiasmo sobre el don de imitación de los guaraníes, como el indiecito de doce años “que tocaba a la perfección sonatas, alemandas, sarabandas, corantos y balletos de compositores bávaros”. Menciona sin entusiasmo a obras holandesas y españolas. Formó en un año, según sus palabras, a 30 chirimistas, diez cornetistas y diez fagotistas además de cincuenta tiples. Construyó un órgano con pedalera y un arpa con doble encordado. En cuanto a Florian Paucke (1719, Silesia – 1775) logró resultados admirables con los indios mocobíes, pese a que esta etnia estaba aun en etapa salvaje. Nos dice Lange: presentó “en Santa Fe, durante las vísperas y los sagrados oficios, su conjunto coral, acompañado por ocho violines, dos violones, un violoncelo, dos arpas y una trompa marina”. Paucke expresó, “con respecto a la música religiosa en Buenos Aires, que sólo se realizaba con cantoría y acompañamiento de órgano, sin otro instrumental”.
También hubo padres belgas como Jean Vaisseau (1584-1630) o franceses como Louis Berger (un conjunto actual especializado en Barroco Americano ha tomado justamente este nombre y apellido para identificarse), que vivió entre 1584 y 1639, que trajeron otras tradiciones musicales .
Tenemos una valiosa referencia relatada por el Padre Francisco Javier Miranda con respecto al mantenimiento de la música en la Colonia: “que los Procuradores Generales, que venían a Roma y Madrid cada sexenio por los negocios de la Provincia, recogiesen y comprasen las nuevas y mejores composiciones o papeles de música en el género sagrado y eclesiástico: los cuales copiados por nuestros indios, que son exactísimos en esta parte, se distribuían en las Misiones y Colegios”. “Del mismo modo hubieran podido las ciudades, las catedrales y otros cuerpos introducir y mantener la música. El hecho es que, o por desidia, o por ahorrar gastos, no lo hacían; y en las funciones eclesiásticas ordinarias se contentaban con cantar lo que ocurría a capricho, con un organillo mal o bien aporreado, de una harpa mal arañada, y de alguna guitarrilla de mala muerte”. “En las fiestas regias y más clásicas nos pedían las Catedrales y los Conventos nuestra Música instrumental y vocal, toda compuesta de nuestros negros esclavos, que les concedíamos con mucho gusto, sin paga de interés alguno”.
Desgraciadamente no nos han llegado inventarios de los repertorios, que hubieran sido fascinante lectura, pero en cambio hubo abundante mención de instrumentos, que fueron en verdad abundantes e incluyeron algunos de uso renacentista, desfasados con respecto al Barroco europeo, como los rabeles o los salterios y las liras. Incluso pudieron identificarse las especialidades de ciertas misiones en la construcción de determinados instrumentos (p.ej., arpas, claves y campanas en la Candelaria, o rabeles en Yapeyú).
Conviene destacar la proeza de la construcción abundante de órganos (y por ende la presencia de organeros) en comarcas sin tradición que debieron proceder por intuición y prueba y error más que por método. Sin embargo, el francés Luis Joben realizó varios órganos de buena técnica a partir de 1785; uno se conserva en la Catedral de Buenos Aires. También tuvo mérito la fundición de campanas, otra artesanía difícil que se llegó a dominar.
La pérdida total de documentos musicales de las reducciones jesuíticas de Misiones es una verdadera tragedia cultural, absolutamente imperdonable y obscurantista. Pero el mismo crimen de lesa cultura se dio en el clero no jesuítico, y es casi increíble que haya habido tan monumental desidia y carencia total de sentido conservador e histórico. No cabe duda de que se ha perdido un venero inmenso de música, incluyendo quizá composiciones en estilos europeos pero escritas aquí, o incluso alguna pieza de influencia indígena, ya que existen unas pocas en Chiquitania de estas características. Una total ausencia de criterio histórico, pero también un afán vandálico y destructor por parte de los enemigos de los jesuitas; sin embargo lo más extraño fue que al saber de su expulsión no se hubieran preocupado los jesuitas mismos ( o incluso en años anteriores) de hacer catálogos de las partituras disponibles.
En la Ciudad de Buenos Aires fue importante la actividad musical ya desde el s.XVII. Juan Vizcaíno de Agüero declaró en 1634 que “desde (hace) cinco años asisto en la Catedral, dirigiendo el canto llano y la música de órgano”. Una sucesión de músicos generalmente españoles o de ascendencia española fue plasmando durante sucesivas décadas una razonable actividad en la cual seguramente se ejecutó música europea similar a la que se escuchaba en las iglesias de la Península Ibérica. Francisco Vandemer, Juan Bautista Goiburu y José Antonio Picasarri fueron maestros de capilla. En 1790 la Catedral contaba con un grupo instrumental que tenía cuerdas, oboes y trompas.
Por otra parte, si bien no existía el concierto público, sí hubo tertulias musicales con clave, flauta y violín, con obras de europeos como Haydn, Pergolesi, Boccherini o Stamitz. Además hubo una primera aproximación a la ópera en 1757, que apenas duró cuatro temporadas. Pero en 1783 se construyó el Teatro de la Ranchería. Cita Gesualdo un impresionante inventario de 1792: “más de mil piezas de repertorio, entre ellas 380 comedias, 123 sainetes, 49 tonadillas generales, 47 tonadillas a dúo, 99 tonadillas a solo, 14 sinfonías, 2 zarzuelas” (era la tonadilla escénica la más habitual de las formas en la España de entonces). Desgraciadamente en ese mismo 1792 el teatro se incendió.
También las danzas europeas se importaban: contradanza, minué, paspié (del francés “passepied”), gavota y fandango se bailaban en los saraos. Por otra parte, los negros celebraban candombes y “tambos” a veces tumultuosos.
Ciertas ciudades del interior también tuvieron un movimiento musical. Cosme del Campo (1600-1660), sacerdote y músico nacido en Santiago del Estero, fue chantre de la catedral de esa ciudad en 1649, que presumiblemente mantuvo cierta actividad en décadas posteriores. Sobre fines del s.XVIII se registra en Mendoza la presencia del notable flautista italiano Pedro Bevelacqua. Pero fue Córdoba la ciudad que se destacó, y no sólo por los jesuitas, como fue consignado más arriba. Ya en el s.XVII se señala la fecunda acción de músicos como el organista López Correa, el maestro de música Francisco de Alba y varios organistas más. Y a fines del siguiente siglo, en 1797, se funda una Academia de Música, como nos cuenta Cristóbal de Aguilar: una Doña Rita “tocaba el clave en forma estupenda y se llevaba todo el aplauso al ejecutar arias, pastorales, duetos y tonadillas” (Gesualdo).
Paulatinamente se va formando una afición y un gusto por la música culta , que se afianzará durante el siglo siguiente, con los lógicos altibajos derivados de las dificultades políticas.

EL SIGLO XIX

Una primera etapa abarca las dos primeras décadas, en las que la apertura a Europa se hace mucho más marcada y paradójicamente también se está ante el movimiento independentista: como dice Juan Francisco Giacobbe, “españoles y criollos están espiritualmente enfrentados”. Mi distinguida colega, la Dra. Melanie Plesch, se refiere en el siguiente artículo a “La retórica de la argentinidad en el temprano nacionalismo”; por lo tanto, apenas esbozaré algunas ideas sobre los aspectos criollos, basándome en que ellos también , para formarse , debieron apelar en tiempos de la Colonia a un sincretismo de lo español con lo telúrico de nuestra tierra. Giacobbe: “Antes de las invasiones inglesas, la organización colonial propendía con una dinámica profunda y determinante al crecimiento de la lírica criolla y al estancamiento de la tradición hispánica”.
Persisten durante estas dos primeras décadas manifestaciones de música y danza que nos vienen de la Colonia: la música sacra, las fanfarrias militares y taurinas, y las danzas, entre ellas el bolero. Es verdad que las partituras religiosas reflejan la pronunciada decadencia que tuvieron en la Península Ibérica, sin embargo. Pero hay características que sorprenden, como los conjuntos polinstrumentales en los actos sacros: hay documentado uno con nada menos que 68 ejecutantes.
Por otra parte, en la primera década nacen dos importantes precursores de nuestra música clásica, ambos de neta influencia europea: Amancio Alcorta en 1805 y Juan Pedro Esnaola en 1808. Y en 1810 nace el múltiple Juan Bautista Alberdi.
Nos dice Juan Andrés Sala: “Buenos Aires disponía entonces de un solo teatro, el Coliseo Provincial, levantado en 1804 en la calle Reconquista, frente a la histórica iglesia de la Merced. El edificio no era muy confortable pues había sido erigido con carácter provisorio. La precaria construcción se mantuvo así durante decenios”. Se llamó luego hasta 1812 Casa Provisional de Comedias o Coliseo Provincial y allí “brillaba especialmente la tonadilla”. Felipe David animó “una especie de zarzuela o comedia con canto titulada ‘Monomanía Musical’, que puede considerarse como el primer intento de teatro lírico realizado en el país”. A partir de 1838 se llamó a esta sala Teatro Argentino y fue demolido en 1872. Dice Gesualdo: “fue durante 34 años, desde 1804 hasta 1838, el único teatro de la ciudad. En 1804 Blas Parera era el director de la orquesta, formada por catorce músicos”. La capacidad era considerable, 1200 personas.
Las Invasiones Inglesas de 1806-7 tuvieron alguna influencia musical ya que se escucharon las bandas de gaiteros escoceses, un sonido nuevo aquí, pero además dejaron los británicos al rendirse una considerable cantidad de instrumentos que fueron incorporados a nuestras bandas. Dejo de lado aquí las canciones patrióticas, incluso nuestro himno, por ser tema de la Dra. Plesch.
Un dato demográfico: el censo general de 1804 nos dice que había 720.000 habitantes en nuestro país en formación. Pero lo asombroso es la composición : 421.000 mestizos, 210.000 indios, 60.000 mulatos, 20.000 negros y sólo 9.000 blancos, y de ellos, 6.000 extranjeros y 3.000 criollos! Quiere decir que la mezcla de razas predominaba y la inmigración era casi nula entonces. Imagine el lector la diferencia con 1904...Una élite muy chica que tenía un solo teatro para su esparcimiento dominaba la sociedad porteña de nuestros comienzos y generaba una modesta pero real demanda cultural.
Empieza a haber visitas de artistas extranjeros. En 1810-ll la compañía de Pietro Angelelli despierta entusiasmo por la lírica italiana a través de fragmentos de óperas diversas. Gesualdo menciona “Il matrimonio segreto” (Cimarosa), “La serva padrona” (Pergolesi), y tres obras de Paisiello: “Il Barbiere di Siviglia”, “Nina ossia la pazza per amore” y “La pupilla”, así como “I due rivali” de Luigi Caruso. Comedias, no dramas, salvo la semiseria “Nina”, pero títulos valiosos e importantes. La soprano Carolina Griffoni actúa en 1810, 1812 y entre 1816 y 1819. En 1817 se funda la Sociedad del Buen Gusto en el Teatro Provisional; una orquesta interpreta una sinfonía de Andreas Romberg y aficionados cantan arias de Cimarosa. En 1818 actúa una lucida orquesta dirigida por el italiano Francesco Colombo y al año siguiente se escucha al violinista francés Prosper Ribes.
En otro orden de cosas se empezaba a conocer grandes autores de teatro europeos como Voltaire, Racine, Alfieri y Metastasio, lo cual era apoyado por música incidental de autores locales, incluso Parera. Se iba formando una cultura más amplia y sofisticada.
En la década siguiente se desarrolla mucho la ópera. Las recientemente creadas Sociedad Filarmónica y Academia de Música y Canto interpretaron oberturas de Mozart, Gluck y Rossini. La Academia de Música de Virgilio Rebaglio funcionó en casa de Ambrosio Lezica, y de ella se derivó la Sociedad Filarmónica a partir de 1823. También funcionó a partir de Octubre 1822 la Escuela de Música y Canto de Picasarri. Dice Sala: “Santiago Massoni, famoso violinista y director de orquesta italiano, y Mariano Pablo Rosquellas, tenor español de prestigio en Europa y Brasil, fueron aquí los pioneros del teatro cantado”. Si bien forman compañía ya en 1823, recién en 1825 pudieron presentar una ópera completa por vez primera en Buenos Aires: “El Barbero de Sevilla” de Rossini (27 de septiembre). La razón fue que tardaron en formar un coro y una orquesta adecuados. Formó parte del elenco la familia Tanni (así escrita por Sala) o Tani (según el libro de Norma Lisio “Divina Tani”), Juan Antonio Viera, Michele Vaccani y Gaetano Ricciolini. Rossini dominó, por cierto: las siguientes óperas fueron “La Cenerentola”, “L’inganno felice” y “L’Italiana in Algeri”, todas ellas en 1826. Autores ahora olvidados, como Zingarelli y Dalayrac, también se vieron representados. En 1827, nuestro primer Mozart, “Don Giovanni”, y más Rossini, el dramático “Otello”. Y siguiendo su boga, en 1828 “Tancredi” y “La gazza ladra”. Y en 1829, “Aureliano in Palmira”. Luego el inicio de la tiranía de Rosas causó problemas en los artistas; varios emigraron pero otros llegaron y la contralto Teresa Schieroni brilló en “L’Italiana in Algeri”. Como se ve, esos públicos tuvieron una experiencia operística bastante unilateral hasta ese momento, aunque con obras sin duda valiosas (y varias de ellas no exhumadas en el siglo XX y el XXI).
Como quedó expresado, las academias musicales empiezan a aparecer. La idea del músico profesional tímidamente se insinúa. Por otra parte, Alberdi publica en 1832 dos escritos musicales: “El espíritu de la música a la capacidad de todo el mundo” y “Ensayo sobre un método nuevo para aprender a tocar el piano con la mayor facilidad”. Son los primeros que se escriben en el país sobre enseñanza musical. Y Esnaola retorna de Europa tras cuatro años de experiencia en piano, composición y canto.
Son pocos los conciertos en el sentido que los entendemos actualmente pero muchas las tertulias sociales en las que se hace música de salón sobre modelos europeos (italianos y franceses): música liviana, simple, sentimental y grata. Las obras de canto y piano eran canciones, romanzas y dúos, y las de piano seguían formas de danza (no sonatas): minué, vals (le decían “valsa”), gavota, polca y mazurca , todas especies europeas y de raigambre dieciochesca. Pero también aparecían algunas de color iberoamericano: zamacueca, habanera, paso doble. Suelen todas estas danzas ser muy breves, reducirse a ocho compases en vez de tener la estructura tripartita que es común en Europa, y hay casos en donde dos danzas de distinto “tempo”se funden en una sola pieza.
Ya en época de Rosas, se inaugura en 1838 el Teatro de la Victoria con funciones en las que intervinieron Justina Piacentini y Miguel Vaccani, pero no hay compañía de ópera estable hasta 1848 (Rosas no era melómano y no apoyaba la actividad; además la tensión política era una traba de fondo). La estrella en 1848-9 fue Mariana Barbieri-Nini , que había sido intérprete de la primera Lady Macbeth verdiana en Italia. 1848: se estrenó por primera vez en Argentina un Donizetti: “Lucia di Lammermoor”, seguido por “Il furioso nell’isola de San Domingo”. Y en 1849, más Donizetti: “Lucrezia Borgia” y “Linda di Chamounix”; pero también Bellini con “Norma” y Verdi con “Ernani”, ambos compositores por vez primera en Buenos Aires. Los estrenos se sucedieron en 1850: “Il Pirata” y “La Sonnambula” (con Carolina Merea) e “I Puritani” (con Luisa Pretti) de Bellini; “Gemma di Vergy” de Donizetti; “Nabucco” e “I due Foscari” de Verdi. 1851 fue otro gran año en lo que ya era una afición imparable por la ópera italiana: “I Lombardi” de Verdi, “Don Pasquale” y “Belisario” de Donizetti, y estrenos de L. Ricci, Nicolai y Marecadante; brilló la soprano Ida Edelvira.
Si hasta ese momento el gusto era unilateralmente italiano, una compañía francesa en 1852 estrenó óperas de Adam, Auber, Boieldieu, Paer, Hérold , Thomas, Isouard y las versiones francesas de dos obras de Donizetti: “La favorite” y “La fille du Régiment”. Por su parte la compañía Pestalardo daba a conocer “I Capuleti e i Montecchi” de Bellini y “Parisina” de Donizetti. Tras diez meses de inactividad por problemas políticos la compañía Olivieri en setiembre 1853 estrenó “I Masnadieri” y luego “Attila” de Verdi , “Marino Faliero” y “Maria di Rohan” de Donizetti.
1854 fue un gran año: 30 estrenos italianos y franceses incluyendo “Luisa Miller”, “Giovanna d’Arco” y “Macbeth” de Verdi; “I Martiri” (“Poliuto”), “Roberto Devereux”, “Maria di Rudenz” y “Anna Bolena” de Donizetti, “La Muette de Portici” de Auber, “La Juive” de Halévy, “Zampa” de Hérold, “Robert le Diable” de Meyerbeer, “Guillaume Tell” de Rossini y “Le Songe d’une nuit d’été” de Thomas. Pese a este gran incremento, seguía faltando un repertorio fundamental: el alemán.
1855 traería “Il Trovatore” y “Rigoletto” de Verdi y 1856 “La Traviata”, completando la llamada “trilogía popular” verdiana. Esa temporada también traería las primeras “zarzuelas grandes” (Barbieri, Gaztambide) reflejando así la cuasi resurrección del género en España y su pobreza en el campo de la ópera.
Pero el gran acontecimiento de esos años fue la construcción del primer Teatro Colón, que tenía nada menos que 2.500 personas de capacidad y empleaba por primera vez aquí alumbrado de gas y tirantería y armazones de hierro. Se inauguró el 25 de abril de 1857 con “La Traviata” y el tenor era nada menos que el célebre Enrico Tamberlick. De allí en más la tradición lírica se iba a afianzar en Buenos Aires para no interrumpirse hasta nuestros días. Por supuesto que tantos fecundos modelos dejaron su traza en nuestros incipientes compositores , además de haber formado un público culto y conocedor, pese a que todavía Buenos Aires era “la gran aldea” y no se había iniciado el proceso inmigratorio. O sea que era un público muy criollo que de algún modo había retomado las ideas rivadavianas tras el largo bache rosista. En esa época sin cine ni televisión, no había espectáculo más atrayente que la ópera.
Qué ocurrió con la ópera argentina? Nos cuenta Gesualdo que la primera la escribió Demetrio Rivero, pero en Brasil: “O primo da California” en 1855. La segunda sería “La gatta bianca” de Francisco Hargreaves, estrenada en 1875 en Florencia. De modo que esas óperas iniciales están respectivamente en portugués y en italiano.
Retrocedamos a la época de Rosas. Pese a las restricciones políticas, algunos hechos musicales merecen destacarse. Alberdi, con el seudónimo Figarillo, es nuestro primer crítico musical a partir de 1837. Y Sarmiento al fundar en 1839 el Colegio Santa Rosa , dice Gesualdo, “incluyó en el plan de estudios la música, para cuya práctica aconsejó las obras de Clementi y el ‘Método’ de Alberdi”. Clementi también era conocido por sus pianos, que se importaban desde Londres. La pequeña comunidad inglesa de Buenos Aires era muy activa, y además de editar un periódico en esa lengua, The British Packet, realizó conciertos de aficionados , o conciertos sacros como aquel del 14 de noviembre de 1832 con fragmentos de oratorios de Handel y Haydn en el primer templo protestante de la ciudad, que se había inaugurado en 1825 y todavía existe.
Otra comunidad poco numerosa pero importante en su actividad musical fue la alemana. En 1845 ellos estrenaron “La Creación” de Haydn, con la dirección de Johann Heinrich Amelong.
Por otra parte, los templos católicos fueron mejorando sus prestaciones musicales. Probablemente fue la Iglesia del Colegio o San Ignacio la que, liderada en lo musical por el Presbítero Picasarri, hizo mejor tarea, estrenando por ejemplo una Misa de Cherubini en 1832 o la Misa en Re mayor de Beethoven en 1836. Esta última, la “Solemne”, tiene grandes requisitos de ejecución y resulta difícil creer que toda su instrumentación se haya respetado, pero se hizo el esfuerzo, como años antes se había hecho con personal insuficiente el Requiem de Mozart.
Pasando a otro tema importante, en la primera temporada del Colón se conocen dos grandes ballets románticos, inaugurando la tradición local del gran repertorio de danza: “La Sylphide” y “Giselle”. Gradualmente Buenos Aires se irá convirtiendo en una plaza importante para la danza académica.
En la vida de conciertos, de modo bastante espaciado al principio y luego con mayor asiduidad, nos visitaron artistas europeos: el violinista francés Amédée Gras en 1827 y 1832, el ejecutante del mismo instrumento Carlo Bassini (napolitano) en 1835, el violinista y director italiano Andrea Guelfi en 1838, y en las mismas especialidades Agostino Robbio en 1848. Otro violinista, el alemán August Moeser, llega al año siguiente. La predilección por el violín resulta evidente ante esta sucesión de visitas, que culminó en 1850 con el único discípulo de Paganini, Ernesto Sivori.
Entre la caída de Rosas y 1880, dice Gesualdo, “se establecieron veinte sociedades dedicadas a ofrecer conciertos en la ciudad. La principal de ellas fue la Sociedad Filarmónica, que se fundó en 1855”. Fue el inicio de una actividad sinfónica que ya no se interrumpirá. Cada año se sucedieron estrenos que fueron formando un repertorio. Por ejemplo, la Séptima sinfonía de Beethoven. También fue importante la Sociedad del Cuarteto que existió entre 1875 y 1886. Señal de su valor fue que en 1877 la Revue Musicale de París alabó la tarea de esta Sociedad, que para entonces ya había dado 44 conciertos de música clásica, tanto de cámara con su cuarteto como sinfónicos. Por cierto que aun se carecía de un concepto maduro de programación, con exceso de danzas y oberturas, pero se iba progresando. Pero ya se formaban orquestas grandes , al menos para ocasiones especiales. Y en cámara se escuchaban obras de real valor que iban formando un gusto maduro: el Trío op.1 No.3 y el Septimino de Beethoven, el Quinteto op.87 y el Octeto de Mendelssohn figuran en 1876. Y en la temporada siguiente se estrena el Cuarteto “Las siete palabras de Cristo” de Haydn.
Por otra parte, llegaron a estas comarcas muy famosos virtuosos del piano. Siegmund Thalberg en 1855 y el estadounidense Louis Moreau Gottschalk (notable compositor también) en 1867 fueron dos visitas de campanillas. La Gran Aldea se iba convirtiendo en gran capital cultural y justificaba los largos viajes en barco. Artistas europeos también se instalaron aquí. Por ejemplo, el pianista francés Alphonse Thibaud debutó en Buenos Aires en 1885 con el Concierto No.2 de Saint-Saens; en 1904 se alió con otro pianista, el italiano Edmundo Piazzini, para fundar un famoso Conservatorio. E intérpretes argentinos alcanzan niveles de virtuosismo, como Ernesto Drangosch que tocó el Tercer Concierto de Beethoven en 1892.
Ciertos aspectos de programación también demuestran una madurez creciente. Por ejemplo, los recitales de Lieder de la cantante alemana Berta Krutisch, radicada en Buenos Aires. Y hay nuevas salas, como la del Coliseum, con capacidad para 500 personas, quizá la primera de conciertos; emparentado con la cantante recién mencionado, fue David Krutisch quien tuvo la iniciativa, que se inauguró con “La Creación” de Haydn. Por su parte la Sociedad Filarmónica ofrece en Semana Santa los “Stabat Mater” de Pergolesi y Rossini. En 1862 ocurre algo trascendente: demostrando la musicalidad e iniciativa de la comunidad alemana, se funda la Deutsche Singakademie (Academia Alemana de Canto) que tendrá brillante labor y gran continuidad (llegó hasta mitad del s. XX). En esos años iniciales hubo hitos como el Requiem de Mozart (que se había ofrecido décadas antes en una versión muy rudimentaria), “La Peregrinación de la Rosa” de Schumann, sinfonías de Haydn y Beethoven. Hubo otras entidades nuevas: la Sociedad Musical Escocesa, que en realidad se dedicó a obras sinfónicas alemanas y austríacas; la Sociedad Unión Musical (1865); la Sociedad Musical de Socorros Mutuos que realizó conciertos sinfónicos (1866-7); la Sociedad Estudio Musical; el Club Musical; la Sociedad La Lira. En 1874 Oreste Bimboni estrena la Misa de Requiem de Verdi con las Orquestas combinadas de los Teatros Colón y Opera. El notable Nicolás Bassi funda en ese mismo año la Escuela de Música y Declamación de la Provincia de Buenos Aires . Y en otro orden de ideas, en 1874 Julio Núñez funda La Gaceta Musical, que durará catorce años y es la primera publicación especializada de crítica e información.
En la música sinfónica son años de formación de repertorio, por lo que no debe extrañar que 1888 registre los estrenos del Primer Concierto de Chopin, de la Sinfonía No.40 de Mozart o de la Fantasía Coral de Beethoven. O que recién en 1886 se haya conocido la Sinfonía No.6, “Pastoral”, de Beethoven. Pero ya ocurren hechos auspiciosos como conciertos sinfónicos dedicados íntegramente a música argentina, como el dirigido por Bassi en 1882 con obras de Rojas, A. Beruti, Hargreaves, Rolón y Bernasconi. O la aparición de repertorios hasta entonces no transitados, como el checo (Dvorák) o el ruso (Borodin, Glinka). O conciertos dedicados a un compositor, como el que ofreció obras de Saint-Saens. Y aparecen obras luego muy transitadas, como el Primer Concierto para piano de Tchaikovsky o el Primero para violín de Bruch.
También son años de fundación de Conservatorios, como el de Alberto Williams en 1893, que trae su formación francesa; destinado a ser compositor esencial en esa etapa, Williams además auspició conciertos valiosos y los dirigió. O de entidades como el Ateneo, que se consagró a varias artes y ofreció , por ejemplo, un programa entero wagneriano conducido por Williams (también en 1893). Sorprende la inclusión de obras de Grieg y Bruch en 1895. Grupos ingleses ofrecen oratorios como “Judas Macabeo” de Handel o “Elías” de Mendelssohn. Pero fue la ya mencionada Deutsche Singakademie, curiosamente dirigida por el italiano Pietro Melani, la que más hizo por ese repertorio: sólo algunas menciones de un imponente total demuestran cuánto se les debe: Requiem en do menor de Cherubini, Sinfonía “Canto de alabanza” de Mendelssohn, Rapsodia para contralto y coro masculino y “Canto del destino” de Brahms, “Stabat Mater” de Dvorak, “La primera noche de Walpurgis” y la música de escena de “El sueño de una noche de verano” de Mendelssohn , además de autores nada transitados hoy como Raff, Spohr , Gade o Rheinberger.
En cuanto a la musicalidad del argentino, es interesante este extracto del “Facundo” de Sarmiento: “El joven culto de la ciudad toca el piano o la flauta, el violín o la guitarra... El pueblo campesino tiene sus cantares propios...El jaleo español vive en el cielito; los dedos sirven de castañuelas”. Cita así nuestro prócer algo bien documentado por estudiosos como Augusto Cortazar: la transformación de especies musicales españolas en similares argentinas. Por ejemplo, un viejo romance evocado por una vidalita. Por cierto, Carlos Vega e Isabel Aretz han documentado exhaustivamente estas transformaciones en sus fundamentales libros sobre folklore musical argentino.
Las danzas de salón siguieron siendo populares durante todo el siglo, y a las mencionadas bastante más arriba se fueron añadiendo la cuadrilla en seis partes, el “pas des patineurs”, el cotillón , el schottische... Los valses de Johann Strauss Hijo se impusieron. Lugares como el Club del Progreso daban grandes bailes. Todo esto es clara imitación de lo ocurrió en salones parisinos o vieneses, aunque con algún agregado como la habanera.
Volvamos a la ópera. El Colón fue dura competencia para el Teatro de la Victoria, trayendo figuras valiosas europeas y estrenando en 1858 “Gerusalemme” (segunda versión de “I Lombardi”) de Verdi. En 1860 la soprano Anne de Lagrange y la mezzosoprano Annetta Casaloni lucieron en el estreno de “Semiramide” de Rossini. También se estrenó “Aroldo” (segunda versión de “Stiffelio”) de Verdi. Tres estrenos verdianos del conjunto liderado por el director Wenceslao Fumi en 1862: “I Vespri Siciliani”, la primera versión de “Simone Boccanegra” y “Un ballo in maschera”. De 1864 a 1867 el empresario Antonio Pestalardo ofreció los estrenos de “La straniera” de Bellini, “Jone” de Petrella, “La Forza del Destino” (primera versión) de Verdi y dos óperas alemanas: “Der Freischuetz” de Weber y “Martha” de Flotow (si bien en italiano). Fueron esas funciones de “Fausto” (de enorme éxito) las que fueron parodiadas con sano humorismo por Estanislao del Campo en su “Fausto criollo”.
Desde 1868 se hace cargo de la compañía Angelo Ferrari. Estrenará en los dos años siguientes dos óperas de Mayerbeer, “Les Huguenots” y “L’africaine”), y “Mosè” de Rossini. La epidemia de fiebre amarilla de 1871 casi paralizó la ópera. Pero en 1872 se produce un acontecimiento: la inauguración del Teatro de la Opera, en el mismo predio del actual Opera, reemplazando al para entonces desaparecido Teatro de la Victoria. Hubo más Meyerbeer con el estreno de “Dinorah”. La rivalidad con el Colón fue fuerte en 1873: este teatro presentó las primeras representaciones de la “Aida” verdiana con la soprano del estreno mundial, Antonietta Pozzoni-Anastasi; pero Pestalardo, a cargo del Teatro de la Opera, a su vez hizo estrenar “Don Carlos” de Verdi (la versión en 5 actos originariamente en francés pasada al italiano) y “Le Prophète” de Meyerbeer. Y algo importante: el estreno de la más famosa ópera latinoamericana del siglo XIX, “Il Guarany” del brasileño Carlos Gomes. A partir de 1873 y hasta 1887 el notable director Nicola Bassi actuará en Buenos Aires con enorme repertorio. Pero además dirigió numerosos conciertos.

Puede decirse que para entonces, ya consolidada la República, la capital argentina pasa a tener la mayor actividad operística mundial en el período de la que podríamos llamar “contratemporada”, o sea que nuestro invierno permite actuar a grandes compañías europeas en meses del verano europeo cuando aun no había allá festivales de verano. Esa situación se mantendrá durante medio siglo y será la clave de la sofisticación cada vez mayor del gusto local no sólo en la ópera sino también en la vida de conciertos.
Género menor pero atrayente, la opereta breve francesa tuvo su mejor exponente en Offenbach. Les Bouffes Parisiens durante varios años a partir de 1861 presentaron muchas de sus obras en un acto. Pero más tarde también obras significativas largas como “Orphée aux enfers”, “La Périchole”, “La Grande Duchesse de Gérolstein” y “La Belle Hélène”. ¡Llegó a haber tres salas dedicadas a la opereta francesa! Y tres teatros en breve lapso (1874-5) ofrecieron “La fille de Madame Angot” de Charles Lecocq. También pudieron verse obras de Delibes y Adam. Son cosas que se han perdido: ahora jamás vemos ese repertorio, así como es muy esporádica la opereta vienesa, está olvidada la inglesa (especialmente Gilbert and Sullivan) y raramente transitada la italiana. Hasta la zarzuela es esporádica ahora...
Justamente es de la zarzuela que conviene ahora ocuparse. A partir de 1854 y con saltos en el tiempo, algunas zarzuelas de género grande se ven en Buenos Aires, teniendo particular éxito “Jugar con fuego” de Vicente Asenjo Barbieri. En 1867 el Colón representa de él “Los diamantes de la corona” y la versión en zarzuela de “Marina” de Emilio Arrieta , convertida en ópera tres años más tarde. En esa misma temporada se puede ver “Pan y toros” de Barbieri. Desde 1874 en adelante la zarzuela se afianzará aquí. En las dos décadas finales se impondrá el género chico y tendrá inmenso éxito en 1894 “La Verbena de la Paloma” de Bretón. Fue emulado por algunos compositores españoles afincados en Argentina como Antonio Reynoso y José Carrilero. En realidad el sainete será el género local que se arraigará sobre el final del siglo, produciéndose obras muy menores pero abundantes.
Un fenómeno interesante se produjo en las últimas décadas del siglo XIX: varios compositores argentinos tuvieron una formación inicial en Argentina, seguida de perfeccionamiento y carrera en Europa. Así, Hermann Bemberg (1859-1931) fue alumno en París de Massenet, Bizet y Gounod y escribió la ópera “Elaine” que fue dada en el Covent Garden de Londres con nada menos que Nellie Melba, quien también la cantó en 1894 en el Metropolitan de Nueva York. Justino Clérice (1863-1908), hijo de francés pero nacido en Buenos Aires, estudió en París con Léo Delibes, y a partir de 1887 escribió más de veinte óperas y ballets para el mercado de la capital francesa. Arturo Beruti (1862-1938) estudió en Leipzig con Reinecke y Jadassohn pero escribió óperas estrenadas en Italia en el idioma de ese país como “Vendetta”, “Evangelina” y “Taras Bulba”. Luego , ya en Buenos Aires, realiza óperas de temática nacionalista. Eduardo García Mansilla (1866-1930), nacido en la legación argentina en Washington, como encargado de negocios en San Petersburgo fue discípulo de Rimsky-Korsakov y cultivó la amistad de Nicolás II; en 1905 presentó en el Teatro del Hermitage su ópera “Iván” (que luego se dará en Roma y en el Colón). Como se ve, el argentino culto era cosmopolita en esa etapa de asentamiento y prosperidad de nuestro país. Otros por supuesto decidieron hacer su carrera directamente aquí, pero sin embargo varios de ellos fueron a estudiar a Europa.
Por natural gravitación me he referido esencialmente a la ciudad de Buenos Aires, pero durante el siglo XIX hubo actividad musical (aunque en otro nivel) en las provincias. En Mendoza estuvieron activos la familia Guzmán y Telésforo Cabero y se fundó en 1897 la Sociedad Santa Cecilia; Sarmiento fundó en San Juan en 1836 la Sociedad Dramática Filarmónica, y en 1884 se establece la Sociedad Musical; en Catamarca Angel Auzzani funda en 1874 la Sociedad Filarmónica y Escuela de Música, la que , dice Gesualdo, “contribuyó a la formación de tríos, cuartetos y pequeños conjuntos orquestales”. A partir de 1797 tiene Córdoba una activa Academia de Música, e iniciado el siglo XIX son numerosas las casas que tienen piano. En 1855 se funda la Sociedad Filarmónica; y el pianista francés Gustave Van Marcke fundará en 1884 la Academia de Música y en 1886 el Instituto Nacional de Música. En estas instituciones fueron docentes numerosos europeos. En Rosario empieza a haber importante actividad desde mediados del siglo. Así, se estrena “Ernani” de Verdi en 1858, funcionan dos décadas más tarde el Teatro de la Opera y el Teatro Olimpo, visita la ciudad el célebre violinista Pablo Sarasate, Johann Heinrich Amelong funda la Sociedad Coral Alemana y otras entidades inician tareas musicales sobre el fin de siglo. Después de 1860 se funda en Paraná una Sociedad Filarmónica muy activa. Y en la Provincia de Buenos Aires son varias las ciudades que tienen una razonable actividad en la materia. Es de señalar la inauguración del Teatro Argentino de La Plata en 1890.
Sobre fines de siglo empieza a insinuarse un fenómeno muy argentino y de gran gravitación: el tango. Dejando de lado a cierto baile negro llamado así y que se había escuchado ya en la primera mitad del siglo XIX, menciono aquello que eventualmente será llamado tango argentino, para separarlo del tango gitano europeo en sus diversas variantes. Pero aquí sólo hago esta brevísima referencia, ya que mi colega Pablo Kohan desarrolla el tema en otro trabajo de este libro.
Retomamos ahora la síntesis operística, ya en el último cuarto del s.XIX. El gran acontecimiento de 1876 fue la presencia del célebre tenor español Julián Gayarre, que cantó ocho óperas en su única visita a Buenos Aires. En el Teatro de la Opera se estrenaron dos óperas de Ambroise Thomas: “Mignon” y “Hamlet”, por una compañía francesa que hizo otra docena de obras, muchas de ellas injustamente dejadas de lado en la actualidad. En la temporada siguiente el hecho más significativo fue el estreno de la primera ópera argentina con repercusión local, aunque en italiano: la ya mencionada “La gatta bianca” de Francisco Hargreaves, intento pionero de agregar creación argentina al género de tanto éxito. Y con el apoyo del Presidente Nicolás Avellaneda, presente en la primera noche. Si Gayarre deslumbró dos años antes, 1878 fue la temporada del gran Francesco Tamagno en siete óperas. Volvió en la temporada siguiente , año en el que además se vio por primera vez una ópera de Massenet (fue “El Rey de Lahore”) y una opereta de Johann Strauss II (“Indigo y los 40 ladrones”); una espléndida zarzuela de Barbieri fue estrenada: “El Barberillo de Lavapiés”. Pero en esta abundante oferta seguía ausente la ópera alemana. Otra cosa importante fue la inauguración del Teatro Politeama. Nada pasó de valía en 1880, pero en 1881 se estrenó “Mefistofele” de Boito y se escuchó al gran barítono Mattia Battistini, además de estrenarse “Carmen” de Bizet por la compañía francesa de Lucy Privat. Con Paola Marié de primera figura, ofrecieron unas 15 óperas y operetas francesas.
La temporada 1882 tuvo intérpretes valiosos (¡53 funciones con Tamagno!) pero no hubo estrenos de relevancia; el siguiente año en cambio tuvo elencos de calidad dispar, aunque trajo el primer Wagner que aquí se vio: pese a los cortes, a la orquesta incompleta y a darse en italiano, “Lohengrin” tuvo éxito. Nuevamente brilló Tamagno en 1884 y se estrenó “La Gioconda” de Ponchielli. No fue 1885 un año interesante; en 1886 dominó la opereta con un enorme repertorio que incluyó piezas como “Boccaccio” de Von Suppé, “El estudiante mendigo” de Millöcker o “La Mascotte” de Audran. Y apareció Puccini con su primera ópera, “Le Villi”. Dos importantes estrenos en 1887: “Roméo et Juliette” de Gounod y “El Holandés Errante” de Wagner (en italiano y con el nombre erróneo de “El Buque Fantasma”, que se siguió usando hasta hace pocas décadas). Fue 1888 un gran año, tanto por los elencos como por el repertorio, en el que se estrenaron “Otello”de Verdi , “Les pêcheurs de perles” de Bizet y “Lakmé” de Delibes (con Adelina Patti). Y en el género chico, “La Gran Vía”. Fue éste el año en el que, tras cerrar su temporada, el viejo Colón fue transformado en el actual Banco Nación en Plaza de Mayo. ¡Claro está que funcionaban en ópera u opereta el Politeama, el Nacional, el Doria, el Variedades y el San Martín! Alrededor de 60 obras pudieron apreciarse ese año en nuestra capital.
El cierre del Colón, que daba la temporada más importante, estimuló la reapertura del refaccionado Teatro de la Opera en 1889. La segunda versión de “Simone Boccanegra” de Verdi fue estrenada con nada menos que Mattia Battistini. Ya desde 1890 el Teatro de la Opera dominará hasta que se inaugure el nuevo Colón en 1908. En el Variedades un elenco francés ofreció 30 títulos, estrenando “Manon” de Massenet. Y allí no terminó la sobreabundante actividad: una compañía italiana estrenó “Gasparone” de Millöcker, “Una noche en Venecia” de Johann Strauss II e “Il Campanello” de Donizetti. Y en el teatro Nacional una compañía inglesa ofreció cuatro obras de la tan ingeniosa dupla Gilbert and Sullivan: “H.M.S. Pinafore”, “The Mikado”, “The Pirates of Penzance” y “Trial by jury”. Ojalá pudiéramos tener en la actualidad una oferta tan variada e inclusiva. O sea que la ciudad cosmopolita en continuo crecimiento absorbía repertorios de distintos orígenes, aunque el italiano predominaba.
En 1891 apareció el “verismo” de la mano de Mascagni y su “Cavalleria Rusticana”. El mismo autor figuró con otro estreno en 1892: “L’amico Fritz”. “Falstaff” de Verdi fue el estreno de campanillas de 1893, con Antonio Scotti, pero también fueron muy importantes como novedades “Manon Lescaut” de Puccini e “I Pagliacci” de Leoncavallo: brillaban tanto la vieja escuela italiana como la nueva. También se conoció “Mireille” de Gounod. El gusto estaba cambiando y se relegaba el “bel canto” de principios de siglo. Al año siguiente Wagner tuvo su tercer estreno, aunque siempre en italiano: “Tannhäuser”.Se conocieron muchas zarzuelas, entre ellas “La Verbena de la Paloma”, y también operetas como “El Pajarero” de Zeller ,y el otro “Barbero de Sevilla”, el de Paisiello, retrotrajo al público al entonces raramente transitado siglo XVIII. Y la única ópera de Offenbach, “Les Contes d’Hoffmann”, fue ofrecida por una compañía francesa.
Los estrenos de 1895 fueron varios pero menores. En 1896 fue importante conocer “Sansón y Dalila” de Saint-Saens con Tamagno y Guerrini, y ese éxito perenne, “La Boheme” de Puccini. En el repertorio español, “La Dolores” de Bretón y “El Baile de Luis Alonso” de Jiménez; en el inglés, “The Gondoliers” de Gilbert and Sullivan . Quien haya sido un “habitué” en esas tres últimas décadas tuvo el privilegio de apreciar un enorme repertorio con muchas de las más brillantes estrellas. Un argentino de cincuenta años con cierta sofisticación y tesón estaba entonces a la par con cualquier aficionado europeo.
Entre los cinco estrenos del Teatro de la Opera en 1897 se destacan “Werther” de Massenet y “Andrea Chénier” de Giordano. El San Martín da a conocer “Salvator Rosa” de Gomes y el Victoria dos óperas argentinas: “Los estudiantes de Bolonia” de Hargreaves y “La Esmeralda” de García Lalanne. La temporada 1898 tuvo un extraordinario estreno: “Los Maestros Cantores de Nuremberg” de Wagner, en italiano, director Leopoldo Mugnone, con estrellas como Mario Sammarco y Giuseppe Borgatti. El año siguiente vio los estrenos de la obra maestra de Gluck, “Orfeo ed Euridice” , y de la otra “Boheme”, la valiosa pero relegada de Leoncavallo. Pero mucho más trascendente fue conocer “La Walkyria” de Wagner. En esa formidable temporada también se estrenaron “Fedora” de Giordano, “Iris” de Mascagni, “Sapho” de Massenet, “La Reina de Saba” de Goldmark y “Yupanki” de Beruti. Enrico Caruso en su primera temporada porteña cantó siete roles.
En rigor, por supuesto 1900 no es el comienzo del siglo XX, pero se trata de un número redondo de gran simbolismo. El acontecimiento de la temporada es el estreno de “Tosca” de Puccini, a sólo tres meses del estreno mundial en Roma. Pero un título valioso, aunque casi olvidado ahora, también se conoce: “Cristoforo Colombo” de Franchetti. En 1901 sí empezó el siglo, y con él la extensa asociación de Arturo Toscanini con Buenos Aires, que con algunos hiatos se prolongaría hasta 1917, para retornar luego en 1940 y 1941 pero para conciertos. Estrenó en esa temporada de debut nada menos que "Tristán e Isolda” de Wagner y también “Medioevo latino” del argentino Héctor Panizza, que luego se haría famoso con “Aurora” y desarrollaría una gran carrera como director. En el Politeama se conoció “Le Maschere” de Mascagni. Dos sopranos coloratura brillaron: María Barrientos y Regina Pacini.
Leopoldo Mugnone fue el principal director en 1902 en la Opera; vinieron dos grandes cantantes, el tenor Giuseppe Anselmi y el barítono Titta Ruffo, y se estrenaron “Germania” de Franchetti y “Zazá” de Leoncavallo. Nuevamente estrena Beruti, esta vez “Khrysé” sobre Pierre Louys. Importantes estrenos en 1903, nuevamente con Toscanini: “La Damnation de Faust” de Berlioz, “Haensel y Gretel” de Humperdinck, “Adriana Lecouvreur” de Cilea y “Grisélidis” de Massenet. Toscanini presenta en 1904 los estrenos de “Madama Butterfly” de Puccini, “Siberia” de Giordano y “La Wally” de Catalani. Mugnone está a cargo en 1905 y estrena “Edgar” de Puccini y “Loreley” de Catalani. Fue un acontecimiento la presencia de Puccini, que tuvo un recibimiento de apoteosis. Su venida fue un reconocimiento a la envergadura alcanzada por Buenos Aires como gran ciudad operística. La temporada 1906 con Toscanini fue menos importante, sin estrenos.
La de 1907 tuvo estrenos válidos, como “La novia vendida” de Smetana y “Hérodiade” de Massenet. Pero lo trascendente fue la inauguración del Teatro Coliseo; allí se estrenó “Cendrillon” de Massenet. Era ese Coliseo inicial, que funcionó hasta 1937, un bello teatro de buena capacidad, pero estaba destinado a vivir en la sombra del nuevo Colón, que tras casi veinte años de proyectos y construcción se inauguró en Mayo 2008 y de inmediato ocupó el lugar máximo en América Latina. Es importante recalcar que en esa época las temporadas estaban a cargo de empresarios y los resultados eran a su riesgo. Se trataba de auténticas compañías que repasaban sus partes con el director en el barco que los traía, y las puestas en escena usaban telones pintados. Fue el año del estreno de “Sigfrido” de Wagner y de la ya mencionada “Aurora” (en italiano). El director musical de la temporada fue el notable Luigi Mancinelli. Y entre los cantantes estuvo el célebre bajo ruso Feodor Chaliapin. Pero el Teatro de la Opera siguió activo y estrenó dos títulos de Massenet: “Thais” y “Ariane”. Y también el Politeama estrenó una obra de A. Beruti sobre la época de Rosas: “Horrida Nox”.
Fue el repertorio ruso el que dominó en 1909, con el fundamental estreno de “Boris Godunov” de Mussorgsky/ Rimsky-Korsakov y el menos relevante de “El Demonio” de A. Rubinstein. Fue 1910 el año del Centenario de la Revolución de Mayo. Para entonces Buenos Aires estaba asentada como una de las grandes ciudades culturales del mundo, a compás de la riqueza del país y de su notable desarrollo cultural. En el Colón Edoardo Vitale estrenó “El Oro del Rhin” de Wagner y “La Vestale” de Spontini. Una compañía española de ópera tuvo a Bretón como director de su obra “La Dolores” y a Felipe Pedrell dirigiendo su creación “Los Pirineos”. Del ítalo francés residente en Argentina, César Stiattesi, se estrenó “Blanca de Beaulieu”, considerada con alguna flexibilidad la primera ópera argentina cantada en castellano. El Teatro de la Opera dio su última temporada, decisión tomada por la competencia abrumadora del Colón. Sin embargo se despidió con gran calidad: al estrenar Leopoldo Mugnone “El Ocaso de los Dioses” de Wagner, quedó completo el conocimiento de la Tetralogía en nuestra capital. También se conocieron “Louise” de Charpentier y “Mese Mariano” de Giordano. Y hubo extraordinarios cantantes como Giovanni Zenatello, Salomé Kruscenisky, Riccardo Stracciari y Nazzareno De Angelis. Por su parte el Coliseo, con una compañía procedente de Santiago de Chile, realizó un controvertido estreno” “Salome” de R.Strauss.
Tres estrenos muy diversos en 1911 en el Colón: “La fanciulla del West” de Puccini, “Il matrimonio segreto” de Cimarosa (volviendo al siglo XVIII) y “Eugenio Onegin” de Tchaikovsky. Pietro Mascagni dirigió en el Coliseo cinco óperas suyas, incluso el estreno de “Isabeau”. Una circunstancia imprevista permitió volver a la liza al Teatro de la Opera, aunque con la compañía de la Opéra Comique de París dirigida por el notable Albert Wolff. Entre los cinco estrenos franceses hubo uno fundamental, “Pelléas et Mélisande” de Debussy, y dos gratos, “Le jongleur de Notre Dame” de Massenet y “Fortunio” de Messager. En 1912 retornó Toscanini al Colón en la que será su última temporada argentina como director operístico. Demostrando nuevamente la amplitud de su gusto estético, estrenó “Ariane et Barbe-Bleue” de Dukas e “Hijos de Rey” de Humperdinck. Otro notable director italiano, Gino Marinuzzi, dirigió en el Coliseo; sólo un estreno, “Conchita” de Zandonai. También hubo temporada en el Politeama pero sin estrenos.
Entre los 21 títulos del Colón en 1913 hubo tres estrenos: “Oberon” de Weber, “Fuegos de San Juan” (“Feuersnot”) de R.Strauss e “Il segreto di Susanna” de Wolf-Ferrari. El Coliseo se anotó un acontecimiento de proporciones: la novedad de “Parsifal” de Wagner. Otro estreno indicó que además de Gomes había otros operistas brasileños: “Abul” de Nepomuceno. En 1914 fue el Colón quien dio “Parsifal”, con el gran director Tullio Serafin, que tendría amplio contacto con nuestro medio en las siguientes décadas. Un estreno significativo fue “El sueño de Alma” del argentino Carlos López Buchardo. Y otro valioso: “L’amore dei tre Re” de Montemezzi. El Coliseo dio a conocer “Parisina” de Mascagni.
A pesar del estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, el año siguiente hubo buena temporada en el Colón. Un estreno fundamental: “El Caballero de la Rosa” de R.Strauss; uno valioso: “Francesca da Rímini” de Zandonai; y uno al que ya hice referencia pero con respecto a su estreno mundial en Rusia: “Iván” de García Mansilla. Y en lo interpretativo, el retorno de Caruso tras once temporadas de ausencia fue memorable.
Fue abundantísima la actividad zarzuelística entre 1896 y 1915, tanto en el género grande como en el chico. Sólo mencionaré algunos hechos de especial valor. El estreno en 1897 de esa obra maestra, “La revoltosa” de Chapí. El debut en 1898 del que será eminente barítono de la especialidad, Emilio Sagi-Barba. Y después de 1900 se conocen entre otras a títulos muy representativos como “El punao de rosas” de Chapí, “ Bohemios” de Vives y “La corte de Faraón” de Lleó. O “Las golondrinas” de Usandizaga , luego convertida en ópera.
Como consecuencia directa de la masiva inmigración italiana comparada con la francesa y la alemana y austríaca, la opereta de esos orígenes fue frecuentemente cantada en italiano por compañías procedentes de la Península Itálica (a veces también en castellano por compañías españolas, pero era más lógico que éstas se dedicaran a su género específico, la zarzuela). Así se veían obras tan variadas como “El sueño de un vals” de Oscar Straus, “La Geisha” de Jones (originalmente en inglés), “La Princesa de los dólares” de Fall, “Los saltimbanquis” de Ganne o “La viuda alegre” de Lehár. Compañías de Roma, Florencia o Milán hacían sus temporadas; pero a veces volvían los franceses, como los que estrenaron la exquisita “Véronique” de Messager en 1902 o una obra del argentino Clérice (a quien me referí más arriba): “Ordre de l’Empereur”. Afortunadamente a partir de 1906 también se recibieron compañías vienesas que representaron en alemán los grandes títulos de Johann Strauss II, Von Suppé, Millocker, Zeller, Fall, O. Straus y Lehár.
El ballet había sido bastante dejado de lado durante largos períodos, pero a partir de 1901 empieza a acrecentarse el interés. En 1903 se estrena “Copelia” de Delibes. Sin embargo fue recién en 1913 que ocurrió un acontecimiento que cambiaría la historia coreográfica en nuestra capital: la temporada de Les Ballets Russes de Diaghilev, con coreografías de Michel Fokin. Multitud de estrenos, entre los cuales cabe mencionar “Scheherazade” de Rimsky-Korsakov, “El espectro de la rosa” de Weber-Berlioz (“Invitación a la danza”), “Las Sílfides” sobre música de Chopin, las “Danzas Polovtsianas” de la ópera “El Príncipe Igor” de Borodin, “Carnaval” sobre la música de Schumann. El célebre Vaslav Nijinsky bailó su propia concepción de “Preludio a la siesta de un fauno” de Debussy. Se vio también una versión condensada de “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky. Tamara Karsavina y Nijinsky bailaron la ya conocida “Giselle”. La renovación estética, la perfección de la danza, los decorados de Bakst, maravillaron a los porteños de entonces y sentaron las bases para la afición que se irá haciendo cada vez más fuerte con el paso de los años. El ballet como forma artística específica se había impuesto definitivamente. En otro tipo de danza, la española, tuvieron fuerte éxito Antonia Mercé (La Argentina) y Pastora Imperio.
Volvamos a la vida de conciertos en la capital. Una limitación de fondo era la ausencia de una orquesta sinfónica permanente; las de los teatros de ópera estaban generalmente demasiado ocupadas para dar conciertos, salvo excepciones. Hubo sin embargo intentos de establecer esa tan necesaria orquesta. Alberto Williams en la dirección y Ernesto Drangosch en el piano dieron a conocer numerosas obras en la primera década del s.XX. Grandes solistas nos fueron visitando: el pianista portugués José Vianna da Motta, el violoncelista Pablo Casals, los entonces jóvenes pero ya talentosos pianistas Miecio Horszowski y Magda Tagliaferro. En 1904 se tuvo la doble presencia como pianista y director del gran creador Camille Saint-Saens, que estrenó muchas obras suyas. En 1911, al célebre polaco Ignaz Jan Paderewski.
Fue figura esencial en esos años el italiano Ferruccio Cattelani, a quien se le debieron numerosos estrenos sinfónicos y camarísticos. Por ejemplo, estrenó nada menos que la Sinfonía No.9, “Coral”, de Beethoven, con la Sociedad Orquestal Bonaerense , en 1902. En su segunda etapa, entre 1906 y 1914, casi puede decirse que asentó las bases del repertorio sinfónico para el melómano local. La lista es impresionante, y lo que sigue es una selección: Sinfonía “Júpiter” de Mozart; “Finlandia” y “El cisne de Tuonela” de Sibelius; “Sinfonía Fantástica” y “Haroldo en Italia” de Berlioz; “Don Juan”, “Las alegres travesuras de Till” y “Muerte y transfiguración” de Strauss; Sinfonía No. 2 y “Obertura para un festival académico” de Brahms; “La Gran Pascua Rusa” de Rimsky-Korsakov; Cuarta Sinfonía de Schumann; “Los Preludios” de Liszt; Sinfonía No.4, “Romántica”, de Bruckner; el Andante de la Sinfonía No. 2 de Mahler; “Sinfonía sobre un canto montañés” de D’Indy; “Cristo en el Monte de los Olivos” de Beethoven. Por otra parte, en 1915 sucede un hecho auspicioso en el Colón: una amplia serie de doce conciertos sinfónicos dirigidos por André Messager con una orquesta basada en la de la Scala de Milán. Si bien no hubo estrenos importantes, el repertorio fue amplio e importante, como demostración de una verdadera necesidad estética del medio.
Una breve reflexión antes de pasar a la siguiente etapa capitalina. Hacia 1915 empieza a ser habitual el uso del automóvil, lo cual facilita las comunicaciones interprovinciales. En cuanto al ferrocarril, se lee en el Espasa Calpe de 1945: “comenzaron a construirse en 1857, aunque el mayor impulso en la instalación de nuevas líneas se registró entre 1883 y 1891 y entre 1905 y 1914”. En suma, el país empezaba a estar mejor comunicado; pero todavía estaba lejana en el tiempo la aviación comercial. En la práctica, los artistas europeos estaban dispuestos a cruzar el Atlántico para visitar Buenos Aires (y quizá en camino Río de Janeiro y Montevideo) pero raramente se decidían a ir a las provincias. Por otra parte, si la propia capital no se había decidido a fundar orquestas estables, era improbable que ello ocurriese en el ámbito provincial. O que se corriese el riesgo de desplazar toda una compañía de ópera a ciudades lejanas 400, 800 ó 1.000 km de la capital. Sin embargo fueron fundándose buenas salas , y algunas todavía existen, en ciudades como Córdoba, Rosario o Mendoza. Y gradualmente empezó a florecer un movimiento coral que dio excelentes frutos al promediar el siglo XX, con grupos tan notables como los que hubo en Mendoza, Rosario, Córdoba o Resistencia. Décadas más tarde empezaron a aparecer esos organismos esenciales, las orquestas sinfónicas; pero recordemos que las tres principales orquestas de nuestra capital son posteriores a 1925. Ello no quita que ciudades del porte de Rosario o Córdoba hubieran debido no demorarse tanto en alcanzar un grado considerable de madurez musical, y que sólo el Teatro Argentino de La Plata tiene una trayectoria centenaria. Y que todavía hoy la ópera tiene un desarrollo muy insuficiente en toda la extensión del país. Los Estados provinciales y los municipios han estado remisos en apoyar con suficiente tesón, continuidad y dinero las actividades musicales, y con frecuencia ha sido el esfuerzo privado el que ha tenido mayores logros; o el universitario, en particular en Cuyo. Creo que musicógrafos de cada ciudad importante deberían asumir la ardua pero pertinente tarea de investigar los aportes locales en el campo de la música clásica, ya que ese trabajo de análisis y síntesis todavía falta en nuestro país y se sabe demasiado poco al respecto.
Retornemos a la ópera en Buenos Aires. La actividad en 1916 y 1917 fue razonable, dadas las dificultades derivadas de la guerra. Los estrenos interesantes del Colón fueron los de 1917: “La rondine” de Puccini, “L’ Etranger” de D’Indy, “Marouf” de Rabaud y “Lodoletta” de Mascagni. En 1918 hubo un estreno argentino valioso, “Tucumán” de Felipe Boero. Importante el estreno del “Tríptico” pucciniano en 1919 ; además dos grandes figuras se lucieron durante esa temporada: Claudia Muzio y Beniamino Gigli, que serán idolizados por el público porteño en sucesivas visitas. El Coliseo se lució con el estreno de “El Príncipe Igor” de Borodin. En 1920 apareció el significativo nombre de Ildebrando Pizzetti con el estreno de su “Fedra”, mientras que Boero y Floro Ugarte estrenaban “Ariana y Dionysos” y “Saika”. Volvía Wagner a los repertorios tras el interregno provocado por la guerra. Y justamente en el Coliseo ocurrió un evento extraordinario: la primera transmisión por radio de una ópera en directo en el mundo fue “Parsifal” con la insigne batuta de Felix Weingartner. De buen nivel pero sin estrenos valiosos fue la temporada 1921, donde se lucieron nuestros directores Héctor Panizza y Franco Paolantonio.
El retorno de Weingartner en 1922 trajo una novedad que revela la creciente madurez de la cultura local: la aceptación del alemán como idioma en la primera Tetralogía completa y en “Parsifal” de Wagner y por ende el conocimiento de muy talentosos cantantes como Lotte Lehmann, Walter Kirchhoff y Emil Schipper. Y para completar la fiesta, el director contó con la Filarmónica de Viena en la Tetralogía y en varios conciertos, visita trascendente por cierto. Probablemente el acontecimiento de 1923 fue la presencia como director de “Salome” y “Elektra” (esta última en estreno) del propio compositor: Richard Strauss (había dirigido conciertos tres años antes en Buenos Aires). Y él también contó con la Filarmónica de Viena! Otros estrenos: “Debora e Jaele” de Pizzetti, “Sakuntala” de Alfano. Y en el Teatro Nuevo, con la decisión poco feliz de ofrecerla en italiano, una novedad de enorme importancia: “La flauta mágica” de Mozart.
En un nuevo avance de cosmopolitanismo cultural, en 1924 se vieron por primera vez tres óperas rusas en ese idioma: “Boris Godunov”, “El Príncipe Igor” y el estreno de “La dama de pique” de Tchaikovsky. En la siguiente temporada se conocieron “I cavalieri di Ekebu” de Zandonai y “La cena delle beffe” de Giordano. Pero la esencial novedad fue que se crearon los cuerpos estables del Colón: orquesta, coro y cuerpo de baile; se pasaría del riesgo empresario a la financiación municipal, que estará en condiciones de afrontar los mayores costos de una cambiante situación operística. Por su parte, el Coliseo desarrolló su última temporada internacional: el campo le quedaba libre al Colón a partir de 1926.
En la zarzuela el período 1916-25 permite conocer a autores como Pablo Luna (“Molinos de viento”, “El niño judío”) o Jacinto Guerrero (“La Montería”).Y también óperas como “Maruxa” de Vives (denominada “égloga lírica”). La temporada 1924 nos trae tres obras básicas: “Dona Francisquita” de Vives, “Los gavilanes” de Guerrero y “La leyenda del beso” de Soutullo y Vert. En el género conexo de la opereta, hubo un auge de la italiana con autores como Mario Costa, Virgilio Ranzato o Carlo Lombardo pero también probaron su mano los operistas Leoncavallo (“La reginetta delle rose”) o Mascagni (“Si”). Compañías alemanas traían los grandes títulos en ese idioma. También se renovaron los autores en la opereta francesa, con títulos de Hahn, Christiné, Messager.
En la danza hubo importantes hitos en el período 1916-25. La danza moderna tuvo representante en la célebre Isadora Duncan (1916). Es el germen de un movimiento que será intenso de allí en más y tendrá con el tiempo sus representantes argentinos. La segunda visita de Les Ballets Russes de Diaghilev en 1917 (plena guerra) tuvo estrenos esenciales: “El pájaro de fuego” y “Petrushka” de Stravinsky, dirigidos por el gran Ernest Ansermet, que luego sería figura esencial en la programación sinfónica porteña. En ese mismo año brilló la admirable Anna Pavlova con su propia compañía. Volvió en 1918 y 1919, cuando estrenó “La Peri” de Dukas. En 1925 sucede algo esencial para el futuro: se funda el Ballet del Colón, que con la dirección de Adolf Bolm da una temporada bastante amplia.
En la vida de conciertos lo fundamental es la formación de la Orquesta Filarmónica de la Asociación del Profesorado Orquestal (APO) en 1922. Ante de eso las orquestas intervinientes en las temporadas del Colón ofrecieron ciclos desde 1916 donde intervinieron Messager, Saint-Saens, Geeraert, el pianista Artur Rubinstein (que estrenó “Noches en los jardines de España” de Falla en 1918) o el gran Edouard Risler en tres conciertos de Beethoven en 1919. En 1920 (como se mencionó al referirme a la ópera) vinieron la Filarmónica de Viena y Richard Strauss, que ofrecieron 16 conciertos! El compositor estrenó las siguientes obras suyas: “Así habló Zarathustra”, “Una vida de héroe”, “Sinfonía alpina” y “Sinfonía doméstica”. El gran Arthur Nikisch ofreció 15 conciertos en 1921. En 1922 retornó la Filarmónica de Viena con Weingartner, y el éxito hizo que la gran orquesta retornara por tercera vez al año siguiente, con Strauss y Marinuzzi; estrenaron nada menos que la Primera sinfonía de Mahler y la Séptima de Bruckner. En 1925 el gran acontecimiento es la fundación de la Orquesta Estable del Colón, dirigida por Gregor Firelberg y el argentino Celestino Piaggio. Hubo estrenos de Prokofiev y Stravinsky.
Volviendo a la APO, estuvo activa entre 1922 y 1930, manejándose como cooperativa. Fue importante su acción a partir de la presencia de Ansermet en 1924 y en años siguientes, con estrenos como “Iberia” de Debussy, la Segunda sinfonía de Borodin, “Le Roi David” y “Pacific 231” de Honegger, “La Valse” de Ravel. Hubo estrenos importantes también por otras agrupaciones.
Grandes solistas se presentaron en numerosos recitales en la capital y las provincias, atraídos por la creciente cultura y la prosperidad del país. Por ejemplo, Artur Rubinstein estrenó la “Iberia” completa de Albéniz en 1918. Ricardo Vines realizó una plétora de estrenos valiosos en 1920. Wilhelm Backhaus hizo su primera visita en 1920, y retornará en 1927, 1938, 1947, 1951 y 1955; sin duda el más gran beethoveniano. Aparece por primera vez el especialista chopiniano Alexander Brailowsky, que será gran favorito. Otros nombres: el violinista Bronislaw Huberman, el violoncelista Gaspar Cassadó, el admirable guitarrista Andrés Segovia. Fue valiosa la actividad de la Asociación Wagneriana, que empezaba su extensa trayectoria. Muchas otras sociedades conformaban un panorama de considerable intensidad.
A partir de 1926 y hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, tiene Buenos Aires grandes años que contribuyen a madurar el gusto y a completar algunos sensibles vacíos. En 1926 se presenta una figura que será esencial: en 14 temporadas hasta 1952 se podrá gozar del arte del eminente Erich Kleiber en concierto y ópera. También se tuvo, por única vez, al gran Fritz Reiner en cuatro óperas de Wagner y una de Weber. Se estrenaron “Turandot” de Puccini, “Ollantay” de Gaito (fusión de técnica europea y elementos folclóricos). Y se conoció a dos grandes cantantes: Friedrich Schorr y Alexander Kipnis. La coreógrafa Bronislava Nijinska presentó “Bodas” de Stravinsky, “Cuadro campestre” de Gaito (primer ballet con música de compositor argentino estrenado en el Colón), “Alla y Lolly” de Prokofiev (sobre la Suite Escita).
Fue memorable la evocación del centenario de la muerte de Beethoven en 1927, ya que se estrenó la Misa Solemne y se dio por primera vez en forma integral la serie de nueve sinfonías. Y en manos de Kleiber. Otro gran director debutó: Clemens Krauss. Y un violinista virtuoso: Nathan Milstein. Se estrenó “EL Zar Saltan” de Rimsky-Korsakov. Se conoció la primera ópera de Stravinsky, “Le Rossignol”. Pero más relevante fue el estreno al año siguiente de su absoluta obra maestra,“La Consagración de la Primavera” (Eugen Szenkar). También se conocieron el “Poema del fuego” de Scriabin y “Le Martyre de Saint Sébastien” de Debussy, y de modo muy demorado (y en alemán) “Las bodas de Fígaro” de Mozart (hasta entonces sólo se había escuchado aquí “Don Giovanni”). El coreógrafo Boris Romanov estrenó “Pulcinella” de Stravinsky, su primera obra neoclásica.
En 1929 fue importante la unión de grandes creadores nuestros en el Grupo Renovación: Juan José y José María Castro, Juan Carlos Paz, Gilardo Gilardi y Jacobo Ficher, y luego Luis Gianneo, conformaron un grupo que duró hasta 1942 (aunque Paz luego se desvinculó). La presencia de Wanda Landowska implicó la resurrección del clave en nuestro medio. Obras de Kodály (Suite de “Háry János”) y Shostakovich (Primera sinfonía y Suite de “La nariz”) renovaron el panorama estético sinfónico. El gran estreno nacional fue “El Matrero” de Felipe Boero. La Compañía Rusa Opéra Privé de París estrenó en ruso “La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh” y “La doncella de nieve” de Rimsky-Korsakov y “La feria de Sorochinsk” de Mussorgsky. Gran visita la de Ottorino Respighi, que estrenó su ópera “La campana sommersa”.
Pese al estallido de la revolución de Uriburu, fue lucida la presencia de Arthur Honegger en 1930, que estrenó un manojo de obras suyas, especialmente “Judith”. También interesó la venida de Alfredo Casella dirigiendo partituras de su autoría y de otros compositores. Se conocieron grandes intérpretes, como el violinista Jacques Thibaud, la pianista Guiomar Novaes, la soprano Elisabeth Schumann. Importantes estrenos, sobre todo por la Filarmónica de la A.P.O.: “Bolero” y “Dafnis y Cloe”, segunda suite, de Ravel; “Apollon Musagete” y Divertimento de “El beso del hada” de Stravinsky; “Cuadros de una exposición” de Mussorgsky-Ravel; “Psalmus Hungaricus” de Kodály; y en versión de concierto un importante aporte del inicio del Barroco: “Orfeo” de Monteverdi en la edición de Malipiero.
En 1931 dirige Ildebrando Pizzetti el estreno de su ópera “Fra Gherardo” y un concierto con obras suyas. Fue importante también conocer “Oedipus Rex” de Stravinsky dirigida por Ansermet. El gran Otto Klemperer hizo el ciclo integral de la Tetralogía wagneriana en alemán (ya no se aceptaba en italiano), con los estupendos Lauritz Melchior y Frida Leider. En 1932 Enrique Villegas estrenará el Concierto de Ravel, y como avance de una estética difícil, se conocieron tres fragmentos de “Wozzeck” de Berg. De especial trascendencia fue el debut en 1933 de Fritz Busch en el Colón, que tuvo a su cargo la temporada alemana; alternándose irregularmente con Kleiber, vendrá en otras ocho temporadas el gran animador del Festival de Glyndebourne, considerado el más importante mozartiano de su tiempo aunque también brilló en Wagner y Strauss.
año de grandes instrumentistas fue 1934, con la presencia del eximio violinista Jascha Heifetz y del gran pianista beethoveniano Wilhelm Kempff. Pero probablemente el máximo evento fue el estreno de “La Pasión según San Mateo” de J.S.Bach (Busch); los sucesivos estrenos de partituras bachianas serían ya irreversible tendencia en décadas subsiguientes. Admirables estrenos operísticos: “Alceste” de Gluck, “Arabella” de Strauss y nada menos que “Cosi fan tutte” de Mozart . Y la zarzuela volvió por sus fueros con la compañía de Moreno Torroba, que ofreció “Luisa Fernanda” y “La Chulapona” ( éxitos suyos) además de varias obras consagradas. En el repertorio italiano los años 30 están dominados por una figura excepcional: Claudia Muzio.
En demostración de la validez artística del medio radial, Radio El Mundo funda una orquesta que durante largos años hará aportes memorables, como los 65 conciertos que dirigió Juan José Castro entre 1935 y 1941 y la multitud de grandes figuras que actuaron con ella, como Manuel De Falla, Victor De Sabata, Alfred Cortot, el Cuarteto Lener, Heifetz, Yehudi Menuhin, Rubinstein, Claudio Arrau, Walter Gieseking y las mejores figuras argentinas. En su única temporada porteña el violinista Fritz Kreisler deleitó a nuestra capital . El Cuarteto Lener debutaría para luego volver en 1939, 1940, 1946 y 1948, temporada esta última donde presentó la integral de los cuartetos de Beethoven. Busch ofreció la impresionante revelación de la Misa en si menor de Bach. Se conocieron dos ballets valiosos: “Uirapurú” de Villalobos y “El Príncipe de madera” de Bartók.
Nada fue más importante en 1936 que la visita del más gran compositor de la música moderna de entonces: Igor Stravinsky. Dirigió varios ballets, estrenó “Perséphone” con Victoria Ocampo como recitante, y su hijo Sulima tocó el Concierto para piano y vientos y el Capricho para piano y orquesta. Padre e hijo estrenaron el Concierto y la Sonata para dos pianos. Grandes instrumentistas debutaron: el violinista Joseph Szigeti acompañado por Egon Petri; el violoncelista Emanuel Feuermann; el pianista Alfred Cortot; el arpista Nicanor Zabaleta. En ópera se conoció por fin una ópera de Rameau; la elegida fue “Castor et Pollux”. Los Niños Cantores de Viena visitaron Buenos Aires por primera vez; luego regresarán con regularidad. Y se conoció al notable Cuarteto Kolisch.
En 1937 nace Radio del Estado (luego Nacional) que a partir de 1948 formará una Orquesta Sinfónica de memorable trayectoria. Tras un antecedente en 1922, será en 1937 que se cree la Escuela de Opera del Teatro Colón, que todavía sigue funcionando con el nombre de Instituto Superior del Teatro Colón. Con la presencia de Franco Alfano, se estrenó su “Cyrano de Bergerac”. Y Kleiber dio a conocer “Ifigenia en Tauris” de Gluck. En lo sinfónico, ya Alberto Williams estrena su Séptima sinfonía y un joven de gran talento, Alberto Ginastera, la suite de “Panambí”.
En 1938, nuevamente un gran estreno bachiano: “La Pasión según San Juan” (Kleiber). Vuelve Monteverdi, esta vez con “L’incoronazione di Poppea” en la edición de Giacomo Benvenuti. Y se realiza el estreno sudamericano de “El rapto en el Serrallo” de Mozart (Kleiber). Se conoce a grandes cantantes como Elisabeth Rethberg y Herbert Janssen, y se da un memorable “Werther” con Georges Thill y la dirección de Albert Wolff, que seguirá ligado al Colón en numerosas temporadas.
La Segunda Guerra Mundial estalla en 1939 y ello se hará sentir a partir del año siguiente, pero todavía en esa temporada las condiciones de contratación no han cambiado. Lo más trascendente es el prolongado homenaje a Manuel De Falla (incluso el estreno mundial de sus “Homenajes”), ya que el ilustre español se había radicado en Argentina; con el propio Falla y el inestimable concurso de Juan José Castro se escucharon todas sus principales obras. Además, valiosas partituras de otros compositores de la Madre Patria. Entre 1939 y 1948 duró la Asociación Filarmónica de Buenos Aires dirigida por Juan José Castro, que presentó memorables estrenos: “Metamorfosis sinfónicas” de Hindemith; Suite de “El Teniente Kijé” de Prokofiev; Sinfonía en tres movimientos de Stravinsky; Música para cuerdas, percusión y celesta de Bartók. En ópera se estrenó en 1939 “Bizancio” de Panizza.
La guerra implicó que muchos artistas europeos no pudieran venir, pero igual que se vieron cosas importantes en 1940. Ante todo, retornó Toscanini, esta vez al mando de la Orquesta de la NBC. Ocho conciertos con obras del gran repertorio, y algunas obras valiosas y poco transitadas, como “Las Eólidas” de Franck, el Adagio de Barber o la Obertura de “Anacreonte” de Cherubini. Y apenas dos semanas después de la partida de Toscanini, llegó Leopold Stokowski con la All-American Youth Orchestra, con obras de repertorio pero también numerosas transcripciones del famoso director. Otros acontecimientos fueron dos importantes conjuntos de danza: el Ballet de Montecarlo, con varias coreografías valiosas de Massine y bailarinas como Alicia Markova y Rosella Hightower; y los Ballets Jooss, de estilo expresionista (“La mesa verde”). Y una nueva presencia de Villalobos estrenando obras suyas.
Al año siguiente se conoció al violinista Yehudi Menuhin, que retornará en esa capacidad en 1943, 1950 y 1975, y luego aun vendrá como director de orquesta. Fueron éstos años donde se aprecian los talentos de pianistas argentinos eminentes, como Marisa Regules, Lía Cimaglia-Espinosa, la entonces muy joven Pía Sebastiani, o Antonio De Raco. Resultó una buena temporada la de 1941 para la danza, ya que vino el American Ballet del gran coreógrafo George Balanchine . En 1942 una novedad de Richard Strauss importante, “Ariadna en Naxos”, fue lamentablemente cantada en italiano. Se conocieron en la temporada grandes cantantes como Leonard Warren y Rose Bampton. Y actuó el Original Ballet Russe del Coronel De Basil, con importantes estrenos de Massine y Lichine.
La gran soprano de Estados Unidos Helen Traubel brilló en 1943 como Isolda y Brunilda , y se estrenó “Armide” de Gluck. Juan Carlos Paz forma en 1944 la Agrupación Nueva Música, que durante largo tiempo hará conocer obras vanguardistas. Nacen en esos años de la guerra varias publicaciones de larga trayectoria y eficaz labor: Ars, Lyra y Polifonía. Luego vendrá Tribuna Musical (1965-82), que dirigí.
Quisiera mencionar unos pocos nombres de pedagogos que tuvieron gran influencia en nuestro medio. En piano, Jorge de Lalewicz y Vicente Scaramuzza; en violín, Ljerko Spiller; en estudios musicales, Erwin Leuchter, Ernesto Epstein, Johannes y Juan Pedro Franze, Guillermo Graetzer.